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El Mundo de Andalucía, sábado 27 de septiembre de 1997

Antonio Burgos

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México, entre toreros y rancheras

 

México era una película de Jorge Negrete, una canción de Irma Vila, Jalisco no te rajes, Guadalajara en un llano, ya se secó el arbolito donde vivía el pavo real, y ahora dormirá en el suelo como cualquier animal. México eran aquellos calzones como los que usa el ranchero, que los comienza de lana y los termina de cuero, allá en el rancho grande de México, allá donde vivía Jorge Negrete, e Irma Vila, y Carlos Arruza. México era el coche de Carlos Arruza, los recuerdos de la letra de popurrí carnavalesco que le habían puesto al pasodoble cordobés:

Manolete, Manolete,
si no sabes toreá
pá qué te metes...
Manolete, y Arruza...

El toro había matado a Manolete y nos quedaba aquel Arruza que estaba siempre dándole un abrazo, al pie de un avión DC-3 como el del aeropuerto de "Casablanca", en la fotografía que tenían enmarcada en el despacho de La Teatral. Arruza era México. Un México con el que siempre estaba en perri el convenio taurino. Una temporada había convenio, y a la otra no la había. Un año venían los mexicanos y al año siguiente no podían venir. Y como todo era tan lejos, y éramos tan niños, todo nos parecía allá en el rancho grande, allá donde Manolete había dicho que si no ponían la bandera de España, él no toreaba. Cuando, con el "Dígame" o "El Ruedo" en la mano mi padre me decía que este año no venían los toreros mexicanos, yo me creía que era por aquello de la bandera de España que no habían querido poner, pero que tuvieron que ponerla, porque, si no, Manolete no hacía el paseíllo.

Claro que ahora que lo evoco, Arruza era más de aquí que de allí. Hasta había por Heliópolis un equipo de fútbol modesto, que llevaba Viola, el maestro de obras que hizo el mostrador de azulejitos de Casa Calvillo, con su nombre: Club Deportivo Arruza. Arruza era como español, aunque pareciera un americano rico con aquel cochazo. Luego sabríamos que era medio pariente de León Felipe, pero eso sería más adelante, cuando supimos que México era el país del presidente Cárdenas donde llegaron los exiliados españoles, donde los lentos ojos de Luis Cernuda quizá vieron otro Sur, donde fundaron aquel Fondo de Cultura Económica que nos traía la primera edición de "La realidad y el deseo", los manuales que recomendaban en clase de Historia del Arte, de Historia de la Filosofía, de todas aquella historias de que la mejor cultura española estaba entre los españoles del éxodo y del llanto.

Y como Arruza era medio de aquí, pues muchos mexicanos llegaron en la estela de su crucero transatlántico. Vino Silvetti, vino El Calesero, vino El Soldado. Y vino Joselito Huerta. A Joselito Huerta lo llevaba Alberto Alonso Belmonte, y no sé cómo recaló por la sastrería de mi padre para hacerse unos trajes y para volver todas las tardes, de charlita de tertulia. Fue la primera imagen cercana de un torero que pude tener. Fue el torero en que puso sus complacencias de taurino mi padre, que había sido medio apoderado de Joselito de la Calzada y que luego se gastó unos dineros en sacar a Antonio Codeseda. Llegaba por la tardes Joselito Huerta, y para mí es como si entrara por las puertas Jorge Negrete hablando como el Cantinflas de las películas del cine Florida:

--- Buenas tardes, maeeestro...

Y en el "maeeestro" hacía la inconfundible caída melódica de los manitos. Y era alto y cetrino, erguido como una pirámide azteca. Todos aquellos toreros mexicanos tenían algo de moctezumas que venían a hacer el viaje de Hernán Cortés a contraflecha y en contramano, a conquistas a los conquistadores. A mí por lo menos me conquistó aquel azteca Joselito, con valor, con un sentido campero de la filosofía taurina. Lo vi de novillero tantas tardes, en Sevilla, en Jerez, con Mondeño, con Ruperto de los Reyes, con Corbacho... Una noche fuimos a verlo a la clínica Virgen de los Reyes, donde el doctor Leal Castaño lo curaba de un cornalón que un toro le había pegado por ahí. Estaba desnudo sobre la cama, liado en vendas, con aquella calor de zócalos de azulejos de las clínicas antiguas, y cuando mi padre dijo la habitual frase con que se lamentan las cornadas, como un príncipe azteca, sin darle la menor importancia, sentenció con su acento manito del rancho grande aquella frase que no se me olvidará y que he incluso he convertido en aguja de marear adversidades:

--- Pues ya ve usted maeeeestro. El que anda con el aceite se mancha con el aceite, y al que anda con el jabón se le cae el jabón...

Y la cornada estaba allí, tras aquellas vendas del viejo olor a cloroformo y a almidón de las tocas de las monjas. Algunas tardes Huerta venía a la sastrería con su paisano Silvetti, alto, con unos deslumbrantes pasadores de oro en la camisa de seda, y a mí me parecía más un artista de cine que un torero de México. Y vivimos como nuestras las vísperas de su alternativa, una feria de San Miguel, que se la daba Antonio Bienvenida. Joselito Huerta se vestía en el Hotel Bristol de la calle San Eloy, y allá, donde tantas novilladas fuimos a saludarlo, acudimos aquella tarde septembrina, junto a la trianera guayabera blanca de Alberto Alonso Belmonte. Recuerdo que Antonio Bienvenida iba de rosa y oro y que estuvo genial en aquella su forma, tan sevillana, de gallear con la muleta por la cara de los toros. Y recuerdo que Joselito Huerta estaba más mágicamente azteca que nunca, más cetrino, en aquella fotografía dedicada de la alternativa, que mucho antes del día de la Virgen del Pilar ya tenía mi padre colgada frente a los tres espejos del probador. Para ponerla hasta quitó el cuadro de la Virgen de las Lágrimas de Santa Catalina.


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