Memoria de Andalucía

El Mundo de Andalucía, sábado 22 de noviembre de 1997

Antonio Burgos

Alberto Matey canta en El Oasis

 

Nada es lo que iba a ser. Los Yungay iban a ser los ganadores del Festival de San Remo y se dedicó cada uno a terminar su carrera, niño, déjate de músicas. Los HH iban a desbancar al Dúo Dinámico y ahí siguen teniendo a Manolo y a Ramón, mientras que nadie se acuerda de los hermanos Heras, salvo este memorialista que escribe cartas a sus propios recuerdos en los soportales de Andalucía. En la barbería de Curro el de Los Remedios, Francisco Rodríguez, quedan los recuerdos de los años del arranque de la música andaluza que habría de dar origen a Smash, a Triana, a Goma, a Alameda. Escribo la memoria de un olvido si pongo los nombres de Los Mercury, de Los Lentos, de Los Búhos... Claro que los que más sonaban era Los Bombines, porque tocaban en El Oasis y salían en todas las guías de espectáculos de Radio Sevilla, todos los días: "El Oasis, ambiente selecto y distinguido, baile hasta la madrugada con Gino Font y Los Bombines". ¿Qué fue de Gino Font, aquel cantante o valenciano o catalán, que iba de Modugno como marcaba la tabla? ¿Qué de aquellos Bombines que no solamente eran la orquesta de plantilla en El Oasis, sino que actuaban por las ferias de los pueblos y hacían giras en el verano, cuando la actividad decaía en el cabaré de junto a donde ahora ponen la feria?

El Oasis... Cualquier cosa. El cabaré. La estética prohibida del pecado. Visto con los ojos de ahora, El Oasis era casi un jardín de la infancia. En una Sevilla donde muy pocos años antes había cerrado todas las casas de niñas Hermenegildo Altozano Moraleda, el gobernador civil juanista y del Opus, antifalangista y defensor de las futuras libertades encarnadas en la Monarquía. En las islas adyacentes del pecado no quedaban más que las eufemísticamente llamadas "salas de fiesta", al cambio, cabaré. Estaba El Cisne, que era el viejo Zapico de la calle Amor de Dios, frente al Instituto San Isidoro donde nos examinábamos de Reválida y donde luego pusieron el primer cine de arte y ensayo, que como Enrique Sánchez Pedrote lo llamaba en la Facultad "de catre y ensayo", pues devino directamente en sala X al poco tiempo. Estaba El Patio Sevillano, pero era cosa de sólo flamenco y danza española, para turistas, donde había estado el Pasaje del Duque, al lado del escaparate de los pollitos de aquella granja que había donde luego Simago y ahora Mark and Spencer. Estaba en la plaza de los Carros aquella cutre sala de fiestas que enseñaba junto a los puestos del Jueves en la calle Feria las vitrinas de la vieja mercancía de las fotografías de unas vedettes viejas con plumas ajadas y carnes caídas.

Y estaba sobre todo El Oasis, la gran sala de fiestas de Sevilla. Avenida de García Morato sin número. Al cambio, en la carretera de Tablada, cerca del puente de hierro, cerca de la Real Venta Pilín, casi frente a Construcciones Aeronáuticas. El Oasis era el cabaré de las grandes atracciones, el que traía a las cantantes que salían en "Amigos del lunes" de Franz Johan, que cantaban por lo fino y por lo decente, y luego había siempre una vedette que hacía más o menos estristís, con más o menos boa de marabú por el asunto y más o menos mínimo bikini de lentejuelas. Como no había todavía bares de alterne, lo fundamental de El Oasis era el descorche con las periquitas. Las periquitas eran las que la generación de nuestros padres llamaba las tanguistas. Las periquitas ya no bailaban tangos, sino chachachá e incluso la yenka, izquierda, izquierda, derecha, derecha, delante, detrás, un, dos, tres. Famosas bailongas del Oasis, extraordinarias mujeres, como La Franca, que era de Triana, de padre italiano, contaban, del Cuerpo de Voluntarios de Mussolini que vinieron a ayudar a Franco en la guerra. La Franca, graciosa, gran señora, fachón importante, era como una Sofía Loren pasada por Triana, con más tiros dados que un mosquetón del cercano Tablada y que decía indefectiblemente al presidente de los sindicatos que había pedido la segunda botella de champán:

--- Mira, periquito, no te pases...

La Franca tenía una gesticulación italiana que injertaba en la mímica de los flamencos, como aquellos círculos de admiración que describía en el aire juntando los dedos corazón:

--- Mira, periquito, no te pases...

Y junto a La Franca, La Blanca, que era más periquita y menos señora, y de la que no se conocía, como de su compañera, que le hablara uno de la directiva del Sevilla y esas cosas. Y junto a La Franca y a La Blanca, Curriqui, el dueño, que andaba siempre por la barra hablando con uno muy extraño, y La Mami, que era la jefa de todas las alternantas del descorche, dentro en el gran salón de la rodante bola de los reflejos de espejitos en el techo y las luces psicodélicas que ponían moradas y reflectantes todas las camisas de tervilor o de terlenka cuando dejaban aquello oscurito para el baile y para las intimidades de los reservados de los taponazos de champán y copa de La Franca directamente al cubo de enfriar la botella, o té servido como Chivas para La Blanca. O fuera, bajo las palmeras, si era verano, entre los árboles y las mareíta que venía del cercano río donde atracaban los barcos petroleros de la Campsa, mientras Santi seguía grabando relojes y enseñando la foto de su sobrinita. Y allí, con la orquesta, aquel muchacho de las canciones melódicas, Alberto Matey. Cuando ahora veo a Alberto Matey en su (duro) oficio de fotógrafo del "Hola", me acuerdo que entonces también era duro. Cantaba en El Oasis unas canciones que casi no escuchaba nadie. La Franca y La Blanca, porque se las sabían ya de memoria. El de los sindicatos que estaba alternando con La Franca y su amigo el que estaba con La Blanca, porque andaban demasiado ocupados en el acceso al paraíso imposible de las botellas del descorche, y más con aquel tremendo parón de la potente italiana de Triana: "No te vayas a pasar, periquito..." Tendría que venir una noche Manolo Summers a El Oasis y fijarse en Alberto Matey para que lo viéramos de artista invitado en "La niña de luto".

 


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