El Mundo

Memoria de Andalucía

El Mundo de Andalucía, sábado 5 de julio de 1997

Antonio Burgos

Amanecer en la estación de Plaza de Armas

 

Era tan temprano que no pasaban ni los tranvías. Aún era de noche cuando nos despertaban y nos vestían:

---Niño, que va a empezar la misa...

Aquel día que comenzaban las vacaciones íbamos a misa al Sagrario de la Catedral, a las seis de la mañana. Misa de sueño de no haber dormido con los nervios. Misa de cazadores que le decían a aquellas misas tempranas, no tanto como las del día de la Virgen de los Reyes, que a las cinco en punto ya estaba don Pedro Montilla, el sacristán de la Catedral, diciendo la misa primera ante el olor a nardos y a caminata de la gente de los pueblos del Aljarafe del paso de la Virgen de los Reyes. San Pedro era día de precepto. Los días de precepto eran casi todos, porque muchos de ellos se mezclaban con las fiestas nacionales, como Santiago, que no sabíamos bien si era el apóstol de Galicia o el patrón de la Caballería, el arma a la que pertenecía el general Queipo de Llano. Y había que ir a misa tan temprano porque cuando llegaba el tren al pueblo ya no era hora de misas. Hasta el Concilio no hubo misas por la tarde. Las misas más tardías eran la de doce en el Salvador, la de una de la tarde en el Trascoro de la Catedral. Y tempranas había todas las que se quisiera. Misas rápidas, sin que dieran la comunión dentro de la misa, sino que se quedaban al final los de comunión diaria y la daba el cura como de propina sobre la misa.

Cuando salíamos de aquella misa con tanto sueño y tantas prisas del cura, sin homilía, ni comunión, ni nada, aún no había empezado a clarear, pero ya se oían los vencejos saliendo por entre los arbotantes de la Catedral. Belmonte, ¡a la orden!, hacía rato que ya había salido camino de la estación con los bultos en el carrillo de mano, para facturarlos en régimen de equipaje, pero hasta que no llegáramos nosotros y mi padre sacara los billetes no podía entregar al factor ni los colchones, ni el baúl, ni el canasto grande de los cacharros de la cocina.

Al volver de la misa nos esperaba ya el taxi de León. Era un viejo Citroen, que había sido taxi de la Exposición, la del 29, que era la única Exposición de todos los recuerdos. El taxi de León era de los que no salían de la Exposición y decían los mayores que tenían su parada allí dentro en el Bar Citroen, que luego fue cabaré y donde luego hubo bailonas tanguistas busconas y desde cuya azoteílla oímos una noche cantar a Antonio Machín. mientras nos llevaban a dar una vuelta tomando el fresco en un coche de caballos. León había sido el taxista de aquel Citroen de la Exposición Iberoamericana y al terminar aquello se había quedado con el coche. León, como todos los taxistas, llevaba gorra de plato de breve visera de charol, "gorra rusa", que le llamaban, y un largo babi, como el de Luis de La Andaluza, la tienda de comestibles, pero en color azul mahón. León tenía el labio leporino, que dejaba ver su dientes amarillos de tabaco. Pero León era simpático, con ganas de agradar cada vez que lo llamaban para que nos llevara al médico o nos llevara al veraneo, que era cuando se cogía taxi, o por Reyes, para ir a recoger los juguetes que, camino de la Casa Cuna, Baltasar nos había dejado en el Retiro Obrero, en casa de la abuela Tomasa.

La cesta de la radio, la otra cesta con el almuerzo de los filetes empanados y los huevos duros que tomaríamos en el tren, todo quedaba con prisas puesto dentro del taxi de León, que arrancaba, con manivela, hacia la estación por calles vacías, de regadores, carros de los lecheros y repartidores de la suscripción de "El Correo de Andalucía". Llegábamos a la plaza de Armas y el reloj de la estación todavía marcaba las siete de la mañana, siempre llegábamos tempranísimo. Mi padre se acercaba a la taquilla a por los billetes. Los sacaba con un kilométrico familiar, donde estábamos todos retratados, que era como un carné de tapas de cartón marrones y gruesas, como un cuaderno de notas. Había unas barandillas de hierro para obligar a la cola en las taquillas, y yo siempre me ponía con mi padre, porque me encantaba ver cómo el que los despachaba sacaba los cartoncitos de los billetes de un largo como canuto de hierro, y después los metía en una máquina, para troquelarle la fecha o para hacerle aquel agujerito que tenían en medio, nunca lo supe bien.

Belmonte ya estaba, sudoroso, con su mono azul y su correaje, trajinando con los bultos, y venía a recogernos los billetes para poder facturar. Nos daban un café con más leche que café en el bar de la estación, que un bar oloroso de tortas de Inés Rosales y de cortadillos de cidra, un bar de soldados, de monjas, de adioses, de canastos de comida, de maletas amarradas con guitas. Aún eran las ocho cuando ya nos metíamos en el vagón de tercera. Otros veraneos los asientos eran de madera. Aquel año ya habían cambiado. El policía que iba de escolta para ir pidiendo el carné de identidad por los vagones, uno que habían sancionado cuando el robo de las joyas de la Virgen de los Reyes y lo mandaron a la Brigada Móvil, le dijo a mi padre, muy en su papel de los logros del régimen de Franco:

---Es que ahora en Tercera hay asientos de gutapercha...

Aún nos daba tiempo de pedir dos reales para ir a comprar el "Jaimito", o el "Pulgarcito", o el TBO. En la contraportada del TBO, con la familia Ulises, Benejam hacía una crónica de la realidad del sueño, de los madrugones, sacando a una familia, quizá como la nuestra, que se metía en el tren para irse a veranear a aquel pueblo que les habían dicho una vez que tenía tan buen agua, tan buen pan, tan buena leche, donde hacía un aire serrano que era muy bueno para los niños y adonde se tardaba en llegar tanto. Ser acercaban las ocho y diez, la hora en que salía el Correo de Mérida, y hasta la una no llegaríamos a la estación del pueblo. Por túneles y olivares, filete empanado de la comida, alguien iba silbando "A lo loco, a lo loco", que era la canción de moda, mientras nos reprendían, siempre nos estaban reprendiendo:

---Niño, no te asomes, que va a entrar carboncilla en un ojo...


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