Memoria de Andalucía

El Mundo de Andalucía, sábado 24 de enero de 1998

Antonio Burgos

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Nuestra Cuba de Carlos Puebla

 

Cuba no era una isla. Era un mito. El paraíso del proletariado con palmeras. El paraíso tropical de nuestros sueños de progres. Cuba siempre había estado muy cerca, en las distancias del corazón. Más se perdió en Cuba, decíamos, mientras sonaba en la radio la voz habanera de Antonio Machín, maracas, tumbadoras, bongoses, cucuruchitos de maní. O cuando sonaba Miguel Matamoros, mamá yo quiero saber de donde son los cantantes. Y los cantantes eran de La Habana, eran de Santiago, eran de la aquella tierra soberana tan cercana a nosotros que hasta en la Casa de la Moneda había una calle que se llamaba Habana, y otra El Jobo, y otra Guines, pura cubanidad. O cubanidad de Pepín el Caballo, aquel cubano de la trompeta de oro, que vino en los años del hambre y del estraperlo con una orquesta de blusas de mangas de volantes de encajes, chachachá, qué rico chachachá, y se había quedado para siempre, bacilón, qué rico bacilón, paseando por Sevilla con su chaqueta blanca y con aquella batuta con la que su nostalgia seguía dirigiendo la orquesta cuyos músicos habían vuelto a la isla, pero él se había quedado, como se quedó Machín. Por aquí estaban los cubanos que no se quisieron ir, como los moros de Fernando Vllalón en las islas del Guadalquivir, y quizá en honor a ellos, en los descansos de los cines sonaba "Siboney", y sonaba "Muñequita Linda". En Cádiz vendía los preservativos uno que le llamaban El Cubanito, y Cubanitos le llamaban también a los cuarterones de tabaco que traían de contrabando de Gibraltar.

Por eso cuando los periódicos y las radios empezaron a hablar de Fidel Castro, de los barbudos de Sierra Maestra, era como si de nuevo hubiera estallado la Guerra de Cuba, aquella guerra cuyos últimos combatientes estaban por entonces muriendo, según las noticias que venían en los periódicos: "Muere en Puente Genil el último veterano de la guerra de Cuba"..." Castro iba a derribar una dictadura, y nada que ayudara a derribar una dictadura nos podía dejar insensibles. "Si en España tuviéramos un Castro...", pensábamos cuando veíamos en el "Life" aquel reportaje con los barbudos en Sierra Maestra cuyas fotos que dieron la vuelta al mundo, mientras pensábamos cómo aquí el maquis que los comunistas organizaron en el Valle de Arán no pudo con la dictadura de Franco.

Castro, además, entonces, era de los nuestros. Desde el colegio de los Jesuitas, Castro se nos aparecía como un antiguo alumno, cargado de rosarios y de medallas como bajó del monte para su entrada en La Habana. Por la noche, la tía María hasta había dejado de oír La Pirenaica y Radio París y había acertado a sintonizar Radio Habana, que emitía desde Cuba, "territorio libre de América". Entre pitidos e interferencias, íbamos oyendo las noticias de la revolución que Castro iba poniendo en marcha. Y la música, siempre la música, por primera vez oíamos algo que sonaba como el mambo de Pérez Prado, pero hablando de libertades y revolución:

Que viva Cuba,

viva Fidel,

y todos los que luchamos

juntos con él...

Y las estrofas iban exponiendo los logros de la revolución, mientras el cansino son montuno repetía el estribillo, porque se trataba de una revolución sabrosona, comunismo con palmeras:

Que viva Cuba,

viva Fidel...

Cuba se fue haciendo el modelo de la revolución que soñábamos. También nosotros, como Fidel, habíamos dejado los rosarios y las medallas del colegio y creíamos que la única forma de acabar con la dictadura en España era por la vía revolucionaria. Fue entonces cuando mataron al Che en una sierra de Bolivia, quién tuviera un fusil, y nuestros cuartos de estudiantes se llenaron de carteles con su imagen, y Paco García Gómez pintó aquel impresionante retrato de Guevara como un Cristo barroco, en cuyos abiertos ojos muertos alumbraban las dos estrellitas cubanas, dibujo que le compró... ¡Martín Berrocal! Se hablaba, sí, del paredón, y de las expropiaciones, y del éxodo hacia Miami (nada, gusanos), pero mirábamos hacia otro lado, porque Castro, que era de los nuestros, antiguo alumno jesuita y gallego, había devuelto las libertades a los cubanos, mientras aquí seguía negándonosla un general.

Y Carlos Puebla le puso la música a todo aquel sueño cubano de libertades. Lo oíamos en el disco de "Le Chants du Monde", que algún amigo al que la Brigada Social no le había negado el pasaporte nos había traído de París. Carlos Puebla y Los Tradicionales le ponía música de maracas a nuestros recuerdos, tan recientes, de los boleros de Machín, de la trompeta de Pepín el Caballo, pero con la letra de las libertades que soñábamos. De memoria nos aprendimos todos aquellos sones, guarachas, rumbas, danzones, tan nuestros, tan del Cubanito. Carlos Puebla nos trajo un cucuruchito de maní de la libertades que aquí nos faltaban. Aprendimos a quererte desde la histórica altura", Carlos Puebla, porque llegó el comandante y mandó parar, cuando toda Santa Clara le puso cerco a la muerte, porque la reforma agraria va, de todas maneras va, y si no fuera por Emiliana nos quedaríamos con las ganas de tomar café, así pensaban seguir, con OEA y sin OEA, yo también, yo también, yo también pertenezco al Comité... Todos pertenecíamos al comité de la belleza de la música cubana burguesa, que Carlos Puebla había hecho revolucionaria como nuestros sueños.


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