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Memoria de Andalucía

El Mundo de Andalucía, sábado 28 de febrero de 1998

Antonio Burgos

La soledad de Plácido Fernández Viagas 

 

En aquellas largas tardes de la larga noche, siempre acababa echando la ceniza sobre el velador del rincón de Nova Roma, donde ahora está la placa que lo recuerda. Era un hombre de café. De la España de los cafés. Había nacido en Tánger, buena escuela de libertades. Plácido Fernández Viagas llegaba por las tardes a su saloncito de té de Nova Roma cargado de periódicos, de libros, de papeles. Leía. escribía, pedía a José Luis otro café, encendía otro cigarro, echaba más ceniza sobre el velador, ceniza que quizá caía sobre un artículo de Arturo López Muñoz en "Triunfo", sobre un ensayo de José Aumente en "Cuadernos para el diálogo", sobre una crónica barcelonesa de Enrique Sopena en el diario "Madrid". No sé si todavía era el juez del número 2 o si ya estaba de magistrado de sala en la Audiencia. En el número 2 era nuestra esperanza. Si estaba de guardia el Juzgado número 2, sabíamos que inmediatamente eran puestos en libertad los detenidos en el paro de la fábrica de San Jerónimo, en la asamblea del Sindicato Democrático en la Facultad, en la reunión de Comisiones Obreras. Claro que la Brigada Político-Social también lo sabía, y nunca practicaba detenciones ni pedía órdenes de registro, si las llegaba a pedir, cuando estaba de guardia el juez del número 2, aquel que se pasaba las tardes en el velador de Nova Roma, entre cafés, cigarritos, libros y sospechosos ejemplares de "Triunfo", "Cuadernos para el diálogo" y el diario "Madrid". Y algunas veces, encima, hasta llevaba un libro de Alfonso Carlos Comín hablando de Andalucía...

Un juez para la democracia en tiempos de dictadura. Aquello tan difícil había conseguido serlo Plácido Fernández Viagas sin alardear de nada, pero dando la cara en todo. No lo encuadrábamos en partido alguno, entonces que los cuatro gatos que estábamos en Andalucía sabíamos por dónde andaba cada cual, quién era pro-chino, quién de Izquierda Democrática, quién del Partido, el único Partido que había, el Comunista de España. Luego supimos que Plácido era de Justicia Democrática. Pero fue ya cuando estaba acabando la larga noche y se había presentado en Madrid la plana mayor de la Junta Democrática.

En aquellas largas tardes de Nova Roma hablamos muchas veces de Andalucía. Andalucía, entonces, era una utopía como aún hoy sigue siendo para algunos pocos de nosotros. Plácido Fernández Viagas siempre fue tan honrado que nunca ocultó su duda ante la fe de Andalucía que otros profesábamos. Ya eran tiempos de banderas verdes y blancas, de aquellos libros de los 70 que he citado al hablar de la obra de Comín, ya estaba en marcha la democracia, con nuestra activa abstención colectiva en el Referéndum de la Reforma Política, cuando una tarde salimos juntos del café y ante el puesto de periódicos, en esa paradita que hacemos los andaluces cuando vamos por la calle y queremos decir algo importante a nuestro acompañante, me confesó:

--- Tú sabes que yo no creo en Andalucía...

Y nunca la juró en vano. Ni cuando lo nombraron presidente de la preautonomía andaluza, aquello del Ente Autónomico Andaluz que se decía cuando Manuel Clavero, ministro para las Regiones, lo sacó adelante pagando un alto costo político por su fe en Andalucía. Nombrado presidente de la Junta preautonómica, sin más poder que un boletín oficial con su nombre bajo el brazo, me pidió que fuera a verlo urgentemente. Tan urgentemente que lo llamé a su casa a deshoras y me pidió que fuera allí, en Los Remedios, frente a las instalaciones deportivas del Mercantil. Plácido estaba ya en pijama, y en pijama, tan de pueblo como en pijama me recibió, mientras Elisa me preguntaba qué quería tomar, como pidiéndome excusas por algo tan poco digno de excusa como el hecho de que Plácido fuera tan auténtico y tan entero, sin tapujos ni miramientos. Sin rodeos, aquel primer presidente de Andalucía en pijama, en la salita del modesto piso, siempre el cigarro encendido, siempre la ceniza:

-- Ya sabes que no creo en Andalucía, pero me han hecho presidente y quiero que me eches una mano...

Algunas veces más lo visité, en aquellos días iniciales de la pre-autonomía, en su deseo de que entrara a integrar el exiguo equipo que formaban Plácido, otro juez, Joaquín Navarro Esteban, como secretario general de la Junta, y pare usted de contar. A Plácido le dieron por toda sede del poder un vacío despacho de la Diputación, desde la que tuvo nada más y nada menos que poner en marcha a Andalucía como ente autonómico. Sin creer en ella, pero sin fingir andalucismos de ocasión. Centralista y federal como buen socialista sin carné, Plácido hizo aquello con una entrega de la que ahora me acuerdo mucho, cuando veo las cifra de los presupuestos de la Junta. A lo más que llegó fue a trasladar la Junta al Pabellón Real del Parque, donde ya había por lo menos dos o tres despachos y hasta algún ordenanzas. De la soledad del poder me di cuenta aquella mañana del despacho de Plácido en la Diputación, en una mesa con los cajones vacíos, sólo con aquellos papeles que me había pedido, todas las utopías puestas en unos folios.

Años más tarde, cuando Rafael Escuredo estaba en huelga de hambre para pedir la autonomía y acudíamos en peregrinación de solidaridad al Pabellón Real, ya no era el mismo despacho de la ilusión de Plácido Fernández Viagas. Ya allí había poder. Con Plácido, como en todas las cosas de Plácido, sólo había, entre cenizas de otro cigarro, deseos de libertad...


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