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El Recuadro

 Antonio Burgos

El Mundo de Andalucía, martes 16 de noviembre  de 1999


Un Volkswagen en el Alcázar

La misma noche de su muerte había cenado en casa de Jaime García Añoveros, con Olivencia y unos pocos amigos. Los que formaron parte del apostolado de aquella última cena cuentan que Romero Murube estuvo como siempre: sobrado, que decía su amigo y paño de lágrimas don Antonio González Nicolás. Joaquín Romero Murube estaba siempre sobrado a la hora de plumear un artículo. Paco el linotipista, el tío de Juan Bustos el locutor, era el que los componía. Paco, cuando me daba un cigarrito Pall Mall que sacaba del chibalete de las matrices raras de su linotipia, me señalaba aquellos folios escritos a mano por Joaquín, que tenía en el atril de la máquina, debajo de una bombillita como de concha del apuntador del teatro San Fernando. Era una letra firme y clara, como su pensamiento. En líneas más derechas que una vela, escritas como estaban apaisadamente en el folio. Y Paco el linotipista traducía el culto y taurino "sobrado" a un adjetivo de corral y barrio:

-- Este don Joaquín está siempre sembrado...

Anduvo también sobrado, excedido, de amor a Sevilla. Cargaba con su propio tópico:

-- Las cosas de Joaquín...

Los muros del Alcázar llegaron a ser su trinchera civil, arquero que disparaba las saetas líricas de García Lorca. Las últimas veces que lo vi siempre me respondía igual:

-- ¿Cómo estás, Joaquín?

-- Pues ya ves: aquí, jartocoles...

Estar harto de coles quizá sea la suprema expresión del distanciamiento de la sevillana indolencia, de la que hizo un arte. Pasaba por el poeta oficial de una ciudad que despreciaba profundamente la literatura. Treinta años después de aquella última cena en casa de Añoveros, Joaquín sigue cargando con los mismos tópicos. Yo por eso quiero acordarme ahora de la mañana de su entierro. Fui de plumilla, a hacer la información. Sacaban el ataúd de su Alcázar y había un silencio impresionante sobre los chinos lavados y las columnas del Apeadero. Iba Joaquín en una caja camino de la iglesia del Sagrario ("al gorigori de estos cabrones", me hubiera dicho), y en el Apeadero, cuando ya se fue el valdeslealesco cortejo de falsedades, quedaba la carroza de los Montpensier de la Sacramental del Sagrario. Y quedaba un coche. Un coche negro. En el Apeadero del Alcázar era un símbolo del escritor aquel Volkswagen negro en el que, horas antes, había vuelto de cenar en casa de Añoveros.

En el entierro de Kennedy, que habíamos visto por televisión unos años antes, iba un caballo blanco sin jinete. En el entierro de Joaquín no iba un coche negro sin conductor. El coche del poeta quedaba allí en su Alcázar, como un perro sin amo. Aquel Volkswagen negro. Un escarabajo, modernísimo para su tiempo. Lo vi aquella mañana y lo evoco ahora. Nada menos tópico que aquel coche de Joaquín. Nada más real que aquel coche. A Joaquín lo quiso Sevilla arrempujar hacia el siglo XIX, "las cosas de Joaquín", pero era un escritor de su tiempo, cuyo compromiso social se llamó Sevilla. Un hombre de Volkswagen y no de carroza de Montpensier. Andando los años, volví a ver el inconfundible escarabajo negro de Joaquín, muchas veces, aparcado en el hotel Alfonso XIII. ¿Habrá vuelto Joaquín? Indagué, y aquel Volkswagen negro era ahora de un camarero. Quien, Sevilla al fin y al cabo, quedó absolutamente indiferente cuando le dije: "¿Pero usted no sabe que ese coche era de Romero Murube?"

 

 

 


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