Dicen que los
españoles no nos acordamos de cuando los emigrantes éramos
nosotros. Cuando llegábamos con un chorizo envuelto en
papel de estraza y una maleta de cartón amarrada con guitas
a una estación muy fría, muy triste, muy lejanamente
alemana. Pero tampoco nos acordamos de cuando los moros de
El Ejido éramos también nosotros. Nosotros mismos éramos
hasta hace muy poco los que trabajábamos por lo que
quisieran darnos, sin contrato, sin papeles, a lo que
gustara mandar el dueño del cortijo. Eramos nosotros los
que nos teníamos que levantar a las 5 de la mañana para
estar hasta la puesta de sol segando el trigo, aventándolo
y trillando en la era, escardando la remolacha, vareando la
aceituna de almazara, apañando la de verdeo, recogiendo el
algodón. Durmiendo hacinados en los jergones de un
cuartucho sin ventilación del patio de la gañanía. Lejos
del pueblo. A 50 grados a la sombra, en esa Vega de Carmona,
en esas lomas del pleno mes de agosto, con un búcaro para
el agua, un dornillo para el gazpacho, un cante para las
penas: "Desgraciaíto el que come/el pan por manita
ajena/siempre mirando a la cara/si la pone mala o
buena".
Los marroquíes
están ahora en El Ejido como los jornaleros andaluces
estaban en todos los campos hace cincuenta años... O quizá
no tantos años. Y de esto no nos queremos acordar. Como del
tren de la maleta y de las lágrimas. El peor racismo, la
peor xenofobia, es no querer mirar atrás, y ver que
Mustafá o Mohamed están hoy como estaban nuestros abuelos,
trabajan en las condiciones en que ellos se tenían que
ganar el pan. Aunque podría probar el judaísmo de mis
toponímicos cuatro apellidos con nombres de ciudad en la
Real Maestranza de Jerusalén (que vengo por las cuatro
ramas de hebreos conversos), miro ahora las infraviviendas
de El Ejido, las calores de las injusticias que se ocultan
bajo plástico, y me siento nieto de moros. Sí, mi abuelo
Antonio Burgos Sánchez, un bracero que aprendió a leer en
el cuartel y que tan listo era jugando a las cartas que se
hizo crupier, anduvo en los Alcores exactamente igual que
ahora los marroquíes del Poniente de Almería. Iba a lo que
podía y por lo que le dieran. A recoger naranjas o a segar
garbanzos. De sol a sol. Gracias a las fatiguitas que el
abuelo pasó, el nieto de aquel bracero analfabeto del Viso
del Alcor se gana ahora el jornal con la escritura. Y puede
recordar en esta besana que todos venimos de lo que ahora no
queremos mirar. Que hasta casi ayer mismito, nosotros mismos
éramos los moros. Los mismos que, desde nuestra prosperidad
bajo plástico, ahora no nos queremos enterar de las
cornadas que el hambre le siguen pegando a los derechos de
los hombres que no tienen más capital que el trabajo de sus
manos.