Ayer fue el primer día que salió de nazareno. El niño, un corujo,
            encaste y reata en el sentir de Sevilla, desde el Viernes de Dolores estaba con la perra:
            -- Venga, venga, yo quiero vestirme de nazareno, que hoy es ya Semana
            Santa...
            Le tuvieron que poner las sandalias para conformarlo, y con ellas se pasó
            toda la mañana del Domingo de Ramos dando vueltas por la casa, haciendo con la boca el
            sonido de los tambores y las trompetas. Costó Dios y ayuda, y una llantina importante,
            quitarle las sandalias de nazareno, porque con ellas quería ir a ver la Borriquita. Se
            pasó la tarde diciendo a sus primos:
            --- Yo tengo unas sandalias y un capirote blanco, y una túnica, porque ya
            soy nazareno...
            Todo el Domingo de Ramos se lo pasó diciendo que ya era nazareno. Lo
            decía a los otros nazarenos, de los pocos que, con la lluvia, pudo ver en las sillas,
            cuando empezó a hacer su bola de cera. Acercaba el papel albal con las pocas, primeras
            gotas de cera, y le decía a todos los nazarenos a los que pedía cera, dándose
            importancia, de colega a colega:
            --- ¿Tú no sabes que yo también soy nazareno? Y tengo unas sandalias...
            Y llegó el día. Fue ayer. El sevillanito se pegó un madrugón que ni
            mañana de Reyes Magos. Con mayor gozo. Su mejor juguete estaba allí: la túnica, las
            sandalias, el capirote, el breve cinturón de esparto de apenas cuatro dedos de ancho...
            La madre dormía aún, rendida de las caminatas y las mojaduras del Domingo, cuando entró
            en el cuarto:
            -- ¡Mamá, venga, vísteme ya de nazareno!
            A las diez de la mañana tuvieron que empezar a vestirlo. 
            -- Venga, te voy a vestir, pero no te vayas a manchar la túnica, ¿eh?,
            que es blanca...
            La madre, no sin emoción, cogió la túnica y se la puso. Le calzó los
            blancos calcetines, las sandalias. Entonces vino el problema. La madre, la verdad, es
            sevillana, sabe que su padre es número bajísimo en la Esperanza de Triana, está harta
            de ver el cuadro de la Virgen con la dedicatoria de la Junta en las bodas de oro con la
            cofradía. La madre, la verdad, se ha vestido de mantilla, ha ido a ver las cofradías de
            niña, de muchacha, de novia. De madre, con el carrito, como todas las madres que estrenan
            hijo sevillano el Domingo de Ramos. Sabe que la Virgen de Gracia y Esperanza era la que
            traía a la abuela sus recuerdos de muchacha, y comprende estos silencios, cuando pasa
            entre terciopelos verdes. Pero, la verdad, ahora, cuando está vistiendo al niño, como su
            padre era de la Esperanza de Triana y no sabe lo que es una túnica de cola, ve aquello y
            llama a la abuela:
            -- Mamá, Ramón ya está vestido de nazareno, no veas la lata que me ha
            dado. Pero tengo un problema... Este pico que tiene la túnica, ¿qué se hace con él?
            Y la abuela:
            -- Hija, que pareces de Bilbao y no de Triana... Espérate, que ahora
            mismo cojo un taxi.
            Y lo cogió. Y llena de gozo, al momento estaba allí. Con emoción le
            puso la cola a su nieto. La mejor puesta del mundo. No lo dijo, ni nadie le vio las
            lagrimas. Pensó en esta bendita tierra donde los nietos vuelven a la túnica de cola. Y
            se acordó de aquellas madrugadas de la vieja casa, cuando su madre le ponía al padre la
            cola de la túnica del Gran Poder.