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Por
la gran calle de Alcalá que relucía cuando subían y bajaban
los andaluces cantes de Chacón, pasan los rebaños de ovejas,
con los perros de majada, con los pastores, reivindicación de
las cañadas reales con sonidos de esquilas. La transhumancia.
Los viejos caminos de la Mesta, que cruzan España de la sierra
al llano y surcan Andalucía. Hasta hay una curiosa guía de
cañadas reales que conocen bien los aficionados a coger el
caballo y andar nuestros paisajes. El otro día, en la sierra de
Cazalla, en un coche cuatro por cuatro, recorrimos un buen
trecho de una cañada de la Mesta que conoció la ganadería de
la España de los banqueros de Carlos V y el cobro de alcabalas
para la Armada Invencible. Cañadas andaluzas por montes
enjarados, por dehesas, corriendo compañeras de las riberas de
adelfa y junco, mientras a lo lejos, en las lomas del horizonte,
sube al cielo el humo de los chupones que queman tras desvaretar
los olivos.
Medio Ambiente de la Junta tiene las cañadas reales
perfectamente señalizadas, al menos en el Parque Natural de la
Sierra Norte, donde las recorrimos. Pero esos letreros, ay,
tienen algo de cartel de excavaciones arqueológicas. Son como
esquelas mortuorias de la vida que hubo en las cañadas en otros
tiempos. Salvo los rebaños de la anual protesta de las calles
de Madrid, ¿cuánto hace que no pasa una oveja merina por las
cañadas andaluzas? Celedonio, el rey de los gitanos de Zafra,
ya no lleva por las cañadas sus mulas y sus yeguas, sus potros
y sus caballos, camino de la feria de Lora del Río. Ni huellas
de herraduras se ven en su suelo, marcados todo lo más por las
rodadas de coches como el nuestro, transgresores del paraíso de
tomillo, orégano e hinojo.
Vas por las cañadas y sientes claustrofobia entre las
alambradas y las cercas. La cañada real es ahora la tierra de
nadie en el corredor de la muerte del campo andaluz que queda
entre dos cercas. Marchas por la cañada y parece que vas por la
tierra de nadie, en las líneas del frente de la ganadería
extensiva. Un metro de alambrada, por caro que sea con sus
hincos, siempre cuesta menos que el sueldo y la Seguridad Social
de un pastor. Nadie pasa por las cañadas reales porque no
quedan pastores. Los pastores son ahora los hombres-orquesta de
las fincas, los que son en una sola pieza pastores, caseros,
guardas, labradores, muleros y hortelanos. Llegan en el coche
todo terreno y pasan el ganado de una cerca a otra, en exacto
chirrín, chirrán de cancelines.
Dicen los historiadores de América que los Estados Unidos
alcanzaron su grandeza territorial y económica gracias a la
invención del alambre de espino. Esos alambres, con espinos o
con electricidad para el retinto, nos vedan ahora la hermosura
de poder andar por el campo en libertad. Cuando en el campo
había pastores y el paisaje no era una infinita estabulación
de cercas metálicas, podías coger escopeta y perro si eras
cazador, o mochila y cantimplora, si eras sencillamente
andarín, y recorrerte las maravillas de nuestros paisajes
ganaderos de la Sierra. Cualquier muchacho de pueblo se conocía
las fuentes y pilares, las ruinas del tiempo de los moros y las
albercas de todo el término municipal, de andar en libertad por
los campos. Podías en libertad subir a los montes, bajarlos
junto al cauce de los regatos, andar las dehesas, donde las
lajas de piedra de las tapias portuguesas marcaban los linderos.
Ahora, paradójicamente, coincide el culto a la naturaleza con
el cercado más hermético de todas sus maravillas.
Y en el silencio del campo de esta Andalucía cercada, cuando
la abubilla cruza asustada por la cañada real ante el ruido del
motor, suena aquella vieja canción sudamericana: "¡A
desalambrar!"
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