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Los
terrores y horrores del Tercer Milenio parece que vienen en los
antiguos trenes pre-Ave de la Renfe, por aquello del retraso que
traen. Los terrores del 2000 están llegando mayormente en el
2001 y en el 2002. Ahora, el pavor de las antenas de teléfonos
móviles. El precio del progreso siempre se paga en cáncer. Las
comunidades de vecinos que estaban tan contentas porque les
habían colocado una antena de teléfonos móviles en la azotea
y con el alquiler tenían más que pagado los gastos de
comunidad, contemplan ahora cómo los tasadores inmobiliarios
dicen que el precio de esos pisos con antenas en todo lo alto se
ha devaluado en un veinticinco por ciento.
Y de Valladolid, el terror llega a Ronda. Hablan de la
contaminación electromagnética, de las ondas nocivas y
cancerígenas que esas antenas emiten. Pero hablando de antenas
de teléfonos móviles, hay otra contaminación más extendida
de la que nadie dice una palabra. No sé si produce cáncer,
pero es ofensiva para los ojos. Me refiero a la espantosa y
horrenda contaminación visual que producen las antenas de
teléfonos móviles. No sé en la Castilla la Vieja de los casos
de leucemia con las antenas de Valladolid, no sé en León, en
Aragón, en los otros Reinos de las Españas. Pero en los cuatro
Reinos de la Andalucía es una auténtica degradación del
paisaje la que están produciendo las dichosas antenitas. Cuando
en los tejados y azoteas de nuestras ciudades históricas se
había aminorado bastante el bosque de antenas de televisión,
horquillas de hierro que se nos clavaban en los ojos junto a
cúpulas barrocas o torres mudéjares, llegan las antenas de
televisión. Aquí las delegaciones de Urbanismo cuidan a su
manera los cascos históricos de nuestras villas y ciudades.
Pero nadie dice nada de poner una antena de móviles desafiando
en la línea de horizonte la belleza una torre de Ecija, de un
convento de Antequera, de una iglesia de Osuna, de una muralla
de Niebla.
Y nada digo del campo. A este campo andaluz de tendidos
eléctricos, de naves de tractores, de polígonos industriales,
de silos metálicos, lo que le faltaban eran las antenas de los
teléfonos móviles. Como una muñeca rusa, es una inmensa
metáfora el tendido del Ave. Para que los ejecutivos puedan
darnos la tabarra continuamente hablando por el teléfono móvil
en el Ave, todo el campo que se contempla desde las ventanillas
de sus vagones ha sido jalonado de antenas de teléfonos
móviles. Las ves saliendo de Santa Justa, por la vega
guadalquevireña de naranjos y castillos de Almodóvar; las ves
en los pasos de la vía del Calatraveño, junto a los castillos
y torres albarranas de la Reconquista; la Mancha bodeguera y
quesera se ha llenado de antenas de móviles. Hay un paisaje
bellísimo donde, oh maravilla, no pusieron una torre de tendido
eléctrico, ni hicieron unas naves industriales para ampliar el
cortijo, ni un depósito de hormigón para unas obras, y ves que
allí, zas, han plantado la correspondiente antena de teléfonos
móviles.
Bien está que las manden quitar por razones de salud
pública. Pero tampoco estaría de más otra cruzada paralela
anti-antenas por razones estéticas, por los daños irreparables
a la belleza de la armonía de la línea de horizonte que
producen en nuestras ciudades y nuestros campos.
Si por algo me gusta el mar es porque allí, junto a los
faluchos y las gaviotas, sobre la espumita de las olas, nadie
puede plantar, como en el campo, una antena de teléfonos
móviles para cargarse la belleza de la paleta de colores del
Creador en la armonía del horizonte.
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