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Era
rociero de estampa en el sombrero. Lo estoy viendo ahora, en el
color sepia de las fotos de arenales y rocianas con pañuelo a
la cabeza de las placas de Serrano. Era de la parte de Huelva.
El finibusterre del mundo rociero se dividía entonces en dos
grandes partes: el Aljarafe y la parte de Huelva. Don Felipe,
que tal era su nombre, era de la parte de Huelva. Aún lo estoy
viendo cuando llega al sombrajo de la puerta de la casa y se
sienta en la silla de enea, y mi madre le da una copita de vino
de La Palma con una cañera, y una tapita de queso. Don Felipe
lleva con porte de hombre, no aprendido, sus calzonas de listas,
sus botos curtidos en las duras romerías de cuando la
República. Su camisa lleva bordadas sus iniciales; se le ven
por debajo de la guayabera de mil rayas, sabe que un rociero no
puede ir en mangas de camisa, que se le vean los tirantes. Don
Felipe lleva un sombrero de ala ancha y alta copa. Es ancha y
negra, sudada de solaneras, la cinta del sombrero de este Don
Felipe de la parte de Huelva, con geografía incierta de Parrala,
si de La Palma, si de Moguer, si de Trigueros. En esa cinta del
sombrero, mascarón de proa del camino para navegar las arenas
sin carretera, sin luz, sin agua, sin teléfono, pero con muchas
verdades, Don Felipe trae puesta la estampa de la Virgen. Es una
estampa en blanco y negro. Todo es en blanco y negro, hasta la
fuchina de los sacanovios de en los sombreros de palma, en mi
recuerdo de Don Felipe, un hombre de una vez, como rociero como
un castillo, que se emociona cuando suena un cohete, acaban de
tocar la sevillana las gaitas de los tamborileros y gritan:
-- ¡Viva la Reina de las Marismas!
La estampa del sombrero de Don Felipe es de pueblo. Es
pueblo. Una estampa casi artesanal, salida del runrún de
mecedora de la minerva de una imprenta de pueblo. Un fotograbado
de trama gruesa reproduce una fotografía antigua de la Virgen
del Rocío, quizá de cuando la coronación y las coplas de
Muñoz y Pabón. Y como cuando saca la petaca para liar un
cigarrito en la silla de enea del sombrajo, Don Felipe saca
ahora un montoncito de esas estampas, como la de su sombrero.
Viene por delante la Virgen, "Nuestra Señora del Rocío,
Patrona de Almonte". Y vienen por detrás las fechas en que
cae Pentecostés de aquí a sabe Dios cuándo. Miro a ver si el
año que viene, 1963, me coincide también con los exámenes. Y
queda por debajo una larga lista de años por venir: 1968, 1975,
1986... Hasta el 2000 por lo menos llega.
-- Don Felipe, sabe Dios quién estará ya para esos
Rocíos...
Me dice, convencido, en su reciedumbre de campo y de marisma,
con su estampa en el sombrero:
-- Lo sabe la Virgen...
Ya han pasado todos esos años que venían en la estampa de
pueblo de la Virgen que Don Felipe se ponía en el sombrero y
regalaba por la aldea. Y me siento ahora otra vez en la misma
silla de enea a la entrada de la casa, y veo de nuevo a Don
Felipe, y a todos los romeros que no se fueron, porque siguen
dando vivas a la Reina de las Marismas bajo esta sombra de
palmichas y foñico de la memoria. La aldea es un reloj de arena
que siempre marca la misma hora en el recuerdo de aquellos
Rocíos. Aún está tomando Don Felipe la copa que le ha dado mi
madre de la cañera. Creo que Don Felipe mañana va a salir
retratado en el "Odiel", en una bulla devota de
palaustres de plata e hisopos de agua bendita del Pozo, cuando
Don Pedro Cantero Cuadrado ponga la primera piedra de la ermita
nueva. El agua del pozo del tiempo ha rebosado. El almanaque de
aquella estampa del sombrero de Don Felipe ya sólo dice de qué
parte del corazón caerán los recuerdos.
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