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Era
como un espadachín de los viajes, breve mochila, boina y botas
de siete leguas, y más de una vez recaló por Sevilla. Hablo de
Luis Carandell, de quien me extraña que en esta ciudad tan
funeral y cumplida para los lutos nadie le haya escrito un
gorigori literario como se merecía. Es como si desde sus
ocurrentes ojos claros, sentado en el mimbre de los sillones del
patio de la pensión de la calle San Eloy donde paraba, me
estuviera diciendo:
-- Pues a ti te ha tocado hacerme el gorigori...
Luis Carandell era un devoto de Sevilla. Le hubiera gustado
saber de Sevilla más de cuanto la conocía, que no era poco. Su
inmensa capacidad de asombro se quedaba corta ante la ciudad.
Barroca. El fue quien nos dio la clave de lo que luego
escribimos y se ha convertido en tópico: que Sevilla es ciudad
barroca, donde está vivo el Barroco. Eso lo descubrió
Carandell no en la Capillita de San José, sino cerca, en la
barra con azulejos trianeros de Casa Calvillo, entre el pregón
de las loteras y la gesticulación de los tratantes de la puerta
del Mercantil.
Aquello ocurría cuando Franco y la revista
"Triunfo" aún vivían, al fin y al cabo las dos caras
de la misma moneda de la dictadura. Para escándalo de Maribel
Moreno de la Cova y sus veinte marquesas, Luis Carandell vino a
hacer unos reportajes para la revista y me tomó de cicerone. No
había que enseñarle nada, porque todo lo intuía. Era el mes
de noviembre y en el ABC venían las habituales ristras de
esquelas por los hermanos muertos de las hermandades. Fue ante
aquella batería de esquelas que dijo:
-- Pero si aquí aún tenéis vivo el Barroco, Antonio, ¿a
qué me vas a enseñar La Caridad? Mira: "Real, Pontificia,
Ilustre, Antigua y Fervorosa Hermandad y Cofradía de
Nazarenos..." ¡Qué maravilla de Barroco!
Tanto le gustó Sevilla, que volvió por Semana Santa, de
último viajero romántico, y se quedó en los cuartos de fonda
de El Barril, detrás de Correos. Aprendió a rachear los pies
en las bullas y andar para atrás delante de los palios.
Estábamos cenando el Viernes Santo en la Venta Ruiz cuando
empezaron a aparecer vestidos de riguroso negro todos los niños
y niñas de Pineda y del Aero. Marchando otra de Barroco. Nos
dijo:
-- ¡Pero si todos estos niños van vestidos como un Austria
en el soneto de Manuel Machado...!
Luego vino por Feria. En la caseta de la Prensa se enamoró
perdidamente de Amparo Rubiales, a la que requebró al grito de:
-- ¡Viva el señor gobernador!
Lo cual tenía su mérito, porque el gobernador era el
franquista Carateja, y el franquista Carateja estaba allí con
Celestino, en la recepción a las autoridades y prensa de
Madrid. Carandell se deslumbraba tanto con Sevilla y en su
intuición la conocía tan bien, que se dio cuenta antes que
nadie de cómo democracia y cofradías eran perfectamente
compatibles, sin Estrella Valiente que valga. Aquel Martes
Santo, bien temprano, con cara de sueño, me contó su aventura
en la entrada del Museo, después que lo dejara solo en la bulla
a partir del Bar Flor:
-- Si seréis barrocos, que mucho largar del
nacional-catolicismo, pero anoche, delante del paso de la Virgen
de las Aguas, iba conmigo, andando para atrás, toda la
progresía de Sevilla...
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