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Con
su túnica negra, con su cirio al cuadril, con su mano sobre el
antifaz del escudo bordado en sedas, en el último tramo,
delante de este Cristo crucificado que ahora pasa con el dolor
hecho escorzo escultórico, iba Javier todos los años. Como es
una hermandad seria, y tras su Cristo no va música, y se oye el
crujido de la cruz entre el racheo de las alpargatas de los
costaleros, Javier nos veía y no nos hablaba. Sabíamos quién
era Javier por sus andares inconfundibles. Aquel nazareno del
cirio al cuadril y la mano sobre el antifaz del escudo de sedas
que avanzando venía en el andante maestoso de la sinfonía
popular de Lunes Santo. Nuestro presentimiento de que aquel
nazareno no tenía más remedio que ser Javier se confirmaba
instantes después, cuando, como en un rito anual, por un
momento se quitaba la mano del antifaz, y como tocando con sus
dedos el teclado del piano del aire de incienso de la primavera,
nos decía adiós. Por debajo del antifaz adivinábamos su
sonrisa bonachona de espíritu exquisito.
Javier se nos fue una tarde,
para siempre, sin que pudiera decirnos adiós tocando con sus
dedos el teclado del imposible piano de la luz del dorado otoño
de Sevilla. Lo pensamos la noche de su misa funeral en San
Isidoro. Otros quizá evocarían en su sonrisa, cuando el cura
familiar y amigo, en su homilía funeral, nos iba diciendo que
Javier era un coleccionista de amigos. Yo pensé aquella tarde
que el Lunes Santo, en el último tramo de aquella cofradía del
Cristo crucificado en un escorzo de dolor, ya no habría un
nazareno que me saludara, como amigo de su colección infinita y
generosa, quitándose fugazmente la mano del antifaz.
Anoche, ay, pasó ese Cristo.
Delante iban sus leales nazarenos del último tramo, los que
salen desde cuando en esta cofradía iban cuatro gatos y cinco
alquilones. Como Javier sacó la papeleta de sitio definitiva,
ningún nazareno del último tramo me dijo adiós. El adiós de
Javier lo recordé en los ojos del Cristo expirante. Por un
instante su escorzo de dolor fue como la memoria presente de la
sonrisa bonachona de Javier. Entre su infinita colección de
amigos, este Cristo era el primero. Y su Cristo me lo recordaba.
Como yo lo recordé.
Y me dijo el Cristo, con la voz
del crujido de su cruz sobre el racheo de los costaleros, que la
vida es como esta larga metáfora de los tramos de una
cofradía. Cuando estábamos en el colegio, aquel primer año
que ya tenía más que la edad, la estatura, y lo dejaron salir
de nazareno donde de niño había ido de acólito, Javier nos
saludaba con caramelos desde el primer tramo de Cristo, casi
detrás de la cruz de guía. La vida y el discurrir del tiempo
consisten en ir saludando cada vez más cerca del paso del
Cristo a los amigos que salen de nazareno. En un abrir y cerrar
de ojos los ves detrás de la Cruz, delante del Senatus, en el
tramo de la bandera negra, en el de la bandera pontificia, en el
último tramo de cirios verdes o negros. Primer tramo, segundo
tramo, sexto o último son infancia, adolescencia, juventud,
madurez, vejez. Ni más ni menos que la vida.
Hasta que un Lunes Santo se te
viene todo el tiempo encima, toda la vida se te encampana con su
dolor delante, cuando ves que aquel amigo del colegio que hace
muchos años te dio un caramelo junto a una cruz de guía pasa
ahora solemne, el cirio al cuadril, el silencio del respeto en
el último tramo de su cofradía. En el último tramo de la
vida. Hasta que un Lunes Santo, ay, ves pasar otra vez ese
último tramo como si te contemplaras en el espejo de tu propia
vida, y el amigo ya no está, y ningún nazareno te dice adiós.
Entonces subes la mirada, y ves a un Cristo entre un escorzo de
dolor. En ese escorzo del dolor del tiempo encuentras
definitivamente todos los adioses de todos los nazarenos de
todos los últimos tramos de la vida.
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