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Era
una mañana de sol y banda municipal, en una calle nueva que
acababan de abrir junto a Galispor, en El Porvenir. Llegó de
ilusionado como si entrara en su palco del Español. Llegó con
todos sus años, su experiencia, sus editoriales, sus autores,
sus dolores, a aquello que hasta antes de la Expo era el
descampado de la fábrica del gas, cerca de lo que fue el campo
del Patronato. Llegó José Manuel Lara, y en las nieves del
tiempo que no perdona, al que fue bailarín de Celia Gámez le
tuvieron que traer una silla, mientras la banda tocaba
pasodobles y Juan Eslava Galán glosaba los méritos de quien
cuando en las casas españolas no había más libro que el de
Familia consiguió que todo el mundo comprara a plazos "Un
millón de muertos" y la colección completa de los premios
Planeta, mesita de madera incluida. A Lara le ponían, por fin,
una calle en Sevilla, el nombre de Editor José Manuel Lara
estaba ya en azulejos trianeros en una esquina.
Como suele ocurrir en estos casos, a Lara le ponían una calle
cuando ya apenas podía disfrutarla quien no se olvidó de
Sevilla en ningún momento de su vida. Más que en El Pedroso
parecía que había nacido en la calle Fabiola, donde ahora
está el regalo póstumo de su Fundación. Yo recuerdo cómo en
los últimos años de la dictadura, cuando nadie daba un duro
por la que dio en llamarse narrativa andaluza, Lara hasta le
puso un sueldo mensual a los escritores, para que por dinero no
quedase la cosa. Desde Manuel Halcón a Alfonso Grosso, desde
Jesús de las Cuevas a Manuel Barrios, Lara creyó en aquella
oleada literaria fundamentalmente porque era de su tierra.
Después de haberle dado el Planeta a Manuel Ferrand, persistió
admirablemente en creer en algo que ahora dicen que nunca
existió. Y no contento, cuando ya había autonomía, y ondeaba
la bandera blanca y verde, se gastó un fortunón para que de
don Antonio Domínguez Ortiz para abajo, todos los
investigadores pusieran blanco sobre negro la "Historia de
Andalucía". Sus asesores económicos le dijeron que
con aquella obra perdían fijo el dinero, pero a Lara no le
importó. A pesar de lo cual y pese a las previsiones, Lara,
como está mandado, ganó un dinero muy curioso con aquella
obra. Que tal era la capacidad de hacer dinero de este hombre,
que se hizo millonario vendiendo libros en un país de
analfabetos, como se hubiera hecho rico podrido si en lugar de a
la edición el Marqués del Pedroso de Lara se hubiese dedicado
a la venta a plazos de cubitos de hielo a los esquimales. Quizá
por andaluz que no ocultaba su origen, Lara era tratado por los
intelectuales de las pomadas catalana y madrileña como un
apestado. El Planeta era entonces despreciable por estos
exquisitos. El chachi tela bueno era el premio Nadal. Lara era
un vendedor de libros. Editor, editor, lo que se dice editor,
eran Carlos Barral o Vergés el de Destino. Al Planeta
concurrían escritores de segunda división o de regional,
porque a los divinos se les caían los anillos por publicar con
Lara, que era, no sé si por este orden, un mercachifle, un
cateto y un franquista. Hasta que como los números son los
números y dinero llama a dinero, los más exquisitos editores
de títulos supercalifragilísticos fueron pegando el barquinazo
uno detrás de otro y desfilaron por el despacho del sevillano
pidiendo árnica.
Aquel luchador de El Pedroso, que había llegado a Barcelona sin
más capital que sus ganas de trabajar y abrirse camino, pasó
de despreciado mercader de papel impreso a patrón del mayor
grupo editorial en lengua castellana. Aquella mañana del
Porvenir se lo recordé. Se sonrió con su retranca serrana y me
dijo como a todo el mundo: "Gracias, fenómeno". En
esta mañana funeral de jacarandas de mayo, paso por aquella
esquina y soy yo el que le digo a los azulejos que ponen su
nombre y su oficio de editor: "Gracias, fenómeno".
Mi José Manuel Lara
Lara,
el fundador de un imperio
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