|  | Españoles:
                cautivo y derrotado el olvido colectivo y conquistados los
                últimos objetivos de las bodas de plata de la Constitución de
                la concordia, nuestros arqueólogos y escritores han anulado el
                pase de pernocta de página de la Historia. La guerra civil ha
                comenzado otra vez a estar en danza, en macabra danza de la
                muerte. Las piquetas de los gallos cavan de nuevo buscando la
                aurora roja. No hay pueblo que se precie donde una Asociación
                de la Memoria o similar no excave las fosas comunes de los
                fusilamientos del 36 o del 39. En la España donde nos
                conformábamos con Orce y Atapuerca aparecen los cráneos de
                nuestros antepasados con el orificio de la bala de un Mauser en
                el parietal. Salen de los arcones de los pueblos los mantones de
                luto. Fotografías amarillas vienen desde sus marcos como de
                madera de ataúd de las salas y alcobas a las páginas de los
                suplementos, con la mirada triste de aquel muchacho que no
                volvió. Aquella novia de las primaveras tricolores es ahora
                esta anciana a la que le hacen recordar, cuando todo lo había
                ya olvidado. Y en los catálogos de las
                novedades del otoño, no hay editorial que no forme a sus
                soldados de Salamina en orden cerrado, para el desfile de la
                Victoria en que ahora es moda convertir el desfile de la derrota
                por los pasos del Pirineo, hacia la muerte de Antonio Machado o
                hacia el dorado exilio de Alberti. No sé si son siete mil u
                ocho mil, pero una cosa así, los libros sobre la Batalla del
                Ebro que anuncian su entrada por la vía 3 a las librerías. Si
                quieres escribir un libro de éxito, ya sabes su paradero: en el
                frente de Gandesa, primera línea de fuego. Eso es lo que se
                lleva. Y pensar que el pobre de José María Gironella, a quien
                le dolían las manos de contar millones de muertos, murió casi
                en la indigencia... ¿De qué resorte de la
                mentalidad dominante ha surgido esta resurrección de una guerra
                civil que creíamos felizmente superada y olvidada? Parecen los
                exámenes de septiembre para la repesca de los odios que pasaron
                curso por el aprobado general de la amnesia en forma de consenso
                de la Transición. Hay mucho de asignatura pendiente, que se
                lleva al examen con morbo. Llevamos camino de que un día
                yo tenga que decir dónde está enterrado el abuelo de Isabel mi
                mujer, al que el comité revolucionario de Guadalcanal fusiló
                en agosto de 1936 sin juicio previo por el gravísimo delito
                social de ir a misa. O dónde está enterrado su tío Julio, un
                estudiante de Derecho que creyó ilusionado que volvería a
                reír la primavera en esta España, ay, siempre empeñada en el
                goyesco grabado de los desastres de la guerra... Pero no se
                preocupen. Aunque las piquetas de los gallos caven buscando la
                aurora de los odios, somos más los que seguimos haciendo
                nuestras las tres palabras de don Manuel Azaña: "Paz,
                piedad, perdón". Como la familia de García Lorca, ha
                aplicado al pie de la letra los tres versos geniales de la
                soleá de Manuel Alcántara: "Cuando se acabe la muerte/si
                dicen a despertarse/a mí que no me despierten".   
  
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