Antonio Burgos / Antología de Recuadros

Diario 16,  5 de enero de 1993

Antonio Burgos

Elegía al rosco de Reyes

 

Por muchos meses de enero que hayan pasado, por muchos regalos que nos hayan dejado los Reyes, no podemos quitarnos de la memoria el recuerdo de aquellos roscones de estas fechas, que eran absolutamente agobiantes. Los roscos de Reyes son hoy una maravilla. Llevan por dentro crema, nata, mil y una delicias de la repostería. Están crujientes, sabrosos, como un bollo de leche que se hubiera hecho circular como una plaza de toros, como un suizo agrandado para marcarnos el tiempo de los regalos en ese topicazo que le llaman Noche de la Ilusión. Pero los roscos de Reyes que recordamos de nuestra infancia y adolescencia eran un suplicio. Duros como piedras, sobrios y espartanos como productos de la cartilla de racionamiento, con aquellos roscones de Reyes no había posible ilusión, porque siempre eran iguales de incomestibles. Si con horror recordamos obligadas escenas navideñas en familia, con pánico se nos viene a la memoria el maldito rosco de Reyes. Como eran años de miseria y penuria, los roscos apenas tenían regalos ni nada. Unas figuritas de vidrio, todo lo más una monedita de dos reales que el padre protector había quizá introducido como símbolo de la fortuna. Y aunque fueran tan escasos los regalos de la tómbola pastelera del rosco, apenas duraba un cuarto de hora la alegría en casa del pobre, porque alguien, misteriosamente, se metía en el comedor, lo levantaba de su lecho de papel sobre el aparador y le metía los dedos por debajo, al modo de un sexador de pollos, para quedarse con los regalos. El rosco solía llegar a la mesa ya castrado de regalos, sin sus naturales atributos de vidrio y purpurina. Que quizá fuera mejor. Porque eran absolutas tonterías completamente inservibles, envueltas en un grasiento papel de cera, como si fueran preciosísimos tesoros de la isla de un pirata.

Los Reyes nunca nos traían lo que queríamos; no era como ahora, que como estamos en una Monarquía Parlamentaria, nos traen ya lo que queremos, aunque sea con cargo a nuestra propia tarjeta de crédito, y no hay niño que se quede sin consola de videojuegos ni padre que no reciba la corbata de reglamento. O el ordenador. ¿Para qué tanto ordenador personal, si el personal tiene mayormente muy poco que ordenar? Sin esta abundancia de ahora, la resaca del roscón era mucho más dura. No nos habían traído lo que queríamos, porque era carísimo y entonces todos éramos muy pobres, y encima, al día siguiente, cuando había que volver al colegio, la pena no era solamente tener que regresar a clase, y sin los juguetes queridos, sino que para colmo de las desgracias, allí, sobre la mesa del desayuno, en el madrugón impenitente del día 8, estaba la amenaza del rosco. Nadie se había atrevido a meterle el diente y allí que lo teníamos, todavía, como una penitencia de la cuesta de enero. Con su brillo falso y los rojos y verdes de las frutas escarchadas que crucificaban su lomo, espolvoreado de bolitas de aguardiente. Un rosco sin el menor misterio, sin posibilidad alguna de que trajera ya regalos, cada vez más duro. El primer día medio se pasaba. Pero es que a las mañanas siguientes, el día 9, el 10, el ll, allá que seguía...Y, cumpliendo con su obligación, cada vez estaba más duro. Ni por mucho que lo mojáramos en el tazón del café ablandaba su corazón . Un auténtico horror, que se recuerda como una pesadilla. Así que cuando lo veo en estos días en los escaparates de las pastelerías, por mucho que se me disfrace de rellenos de nata, lo conozco. Lo tengo más que calado. Y le digo, con secreta venganza: "Tú eres, oh odioso rosco de Reyes, el que tantas tristezas me trajo en aquellos amaneceres de enero en que teníamos tanto sueño y tan pocas ilusiones..." Nuestra generación quizá no se haya comido una rosca. Pero roscos de Reyes durísimos... ¡todos los del mundo¡

 


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