Antonio Burgos / Antología de Recuadros

Diario 16,  30 de julio de 1993

Antonio Burgos

Enrique Montoya en su clan

 

Enrique Montoya venía en la guía de teléfonos de Utrera como un espejo de sí mismo, como una moneda con dos caras. Enrique Montoya Fernández vivía en la calle Enrique Montoya número 2 de Utrera, ciudad bravía. Era más que simbólico el doble arraigo de Montoya en su pueblo. Como un fandango. Después de haber recorrido el mundo, disco con Sabicas, turné por las Américas, cantes de Utrera ante un Fidel Castro que acababa de llegar a La Habana, Enrique Montoya se acordó del fandango y llegó a la solemne deducción de que nunca está mejor el árbol que en tierra donde se cría.

El mundo, para Enrique Montoya, era Utrera. Cada artista utrerano lleva dentro un Galileo, que frente a las leyes del show business internacional mantiene la arriesgada conclusión de que si el mundo es redondo es porque tiene la forma de un mostachón. Y que, total, mejor quedarse en el mostachón que andar metiéndose en carretera. No entienden de barcos. Para barcos, el que lleva en la mano la Virgen de Consolación. Le ocurrió a Enrique Montoya como a Fernanda y Bernarda, las niñas de José. Fernanda y Bernarda llegaron al Nueva York de la Feria Mundial, se subieron a lo alto del rascacielos donde les habían buscado cuarto. Se asomó Fernanda a la ventana, miró la línea de rascacielos y le preguntó a su hermana, mientras divisaba el edificio Chrysler y ese homenaje a King Kong que es el pináculo del Empire State:

--- Bernarda, ¿Utrera pá dónde cae? ¿P´allá o p´acá ?

Las niñas de José se habían podido ir a Nueva York gracias a que dijeron a su madre que eso estaba "un poquito más p´allá de Barcelona". Enrique Montoya, andando esos mundos con su guitarra, con su "Señorita" y con su "Esperanza", llegó a la misma conclusión que aquel moribundo a quien el cura confesor describía las maravillas que se iba a encontrar en el cielo. Harto el hombre de oír el relato de tales maravillas, le dijo al cura:

---- Eso del cielo que usted dice está muy bien, padre. Pero como se está en la casa de uno no se está en ninguna parte...

Lleno de vida y de triunfos, Enrique Montoya había conocido los cielos del Teatro Calderón, de los miles de discos que certificaban que "Esperanza" no había aprendido a bailar chachachá, y eso que era estrella rutilante aquellos veranos. Saboreó las mieles de los dineros y de los triunfos. Y en ello estaba cuando dedujo que como se está en Utrera no se está en parte ninguna. Y en Utrera se metió. Y en Utrera ha muerto.

Me admiró siempre en Enrique Montoya su sentido de la familia. No sé si era gitano, o cuchichí, o cuarterón, aunque Montoya es de suyo inconfundible. Tenía ese sentido gitano de la familia como tribu y de la paternidad como jefatura del clan, que resiste a todos los embates de nuestro tiempo. De ser el cantor de "Esperanza", pronto pasó a ser el padre de Tate Montoya, como otro gran jefe de tribu del cante, Antonio Molina, pasó directamente del que cantaba "Soy un pobre presidiario" al padre de Angela. Los dos, Enrique y Antonio, han llevado en los honores españoles de la muerte el tributo por este sentido de la familia. Los hijos por los que entregaron lo mejor de sus vidas los han salvado del olvido.

Porque, evidentemente, sin Utrera, sin ser el padrazo que era, Enrique Montoya hubiera llegado más lejos. O no. Llegó donde quería llegar, que era a la felicidad con los suyos, en su tierra y con su gente. La felicidad para Enrique Montoya era un disco de campanilleros grabado por las Pascuas con toda la familia cantando, que había nietos para hacer el son con una cuchara sobre las estrías de vidrio de todas las botellas de aguardiente de Rute del mundo. En aquellos últimos discos de las Pascuas de Navidad, con la voz de su mujer, con la guitarra de su niño Candela, con la animación de su hijo Tate, con un coro innumerable de nietos, Enrique Montoya era ese pregón de la familia que siempre se da desde la cultura andaluza. Es completamente lógico, pues, que Esperanza nunca aprendiera a bailar chachachá, porque se quedó en la fecunda soledad de las soleares de Utrera.

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