Antonio Burgos / Antología de Recuadros

Diario 16,  22  de agosto de 1993

Antonio Burgos

Memoria del fuego

 

En un momento de la tarde calurosa, cuando el pueblo estaba durmiendo la siesta y callaban todo el campo, menos el goteo sonoro de las chicharras, las campanas de la torre de la parroquia empezaban a tocar a rebato. Todos sabían qué sucedía, todos salían en camisetas de tirantas o en blusas de pijama a la puerta de la calle. Alguna mujer de luto aparecía siempre tras la persiana que entornaba la reja de aquella esquina. Las voces recorrían el pueblo, rompiendo lo que instantes antes había sido el imperio del silencio y del sopor:

--- Que está ardiendo la sierra...

Había siempre un enterado, que solía ser el que se pasaba las horas muertas en la biblioteca del casino leyendo los tomos del Espasa, entre poeta y músico de alto violín en balcones de la noche, que decía:

--- Eso ha tenido que ser una chispa del tren...

Y una voz femenina, entre golpes de pecho del arrepentimiento de un abanico, sentenciaba sobre el enterado:

--- ¡ Claro, con esta calor...¡

Salíamos a un lugar abierto y sobre la mancha azulenca de los lejanos olivares, encinares, alcornocales, veíamos la negra humareda que el viento calino llevaba. Nosotros, que no estábamos enterados, ni leíamos el Espasa en la biblioteca del casino, sino que éramos unos niños de cine de verano con muchos cartuchitos de dos reales de pipas, lo que oíamos decir siempre era también lo mismo:

--- Fíjate, nota, como las señales de humo que hacen los indios en las películas...

Luego, cuando `íbamos a la plaza, no sabemos cómo, ni convocados por quién, ni de qué cocheras, pero siempre habían salido unos camiones. Unos guardias municipales trataban de imponer un orden que no hacía falta ninguna, que el pueblo se bastaba solo . Subían los hombres a los camiones, todo el pueblo, con ramas de lentisco en las manos, con azadones, con palas... ¿ De dónde habían salido en tan pocos instantes tantos hombres, con sus pantalones de pana, con sus chambras de patén, con sus sombreros de palma, que andando el tiempo, en la memoria, habrían de recordarnos los camiones voluntarios de milicianos que acudían hacia las sierras en llamas de la guerra civil?

La sierra seguía en llamas, ascendía cada vez más lenta y más densa, más pastosa, aquella negra nube lejana, sobre el horizonte azulenco de los últimos montes de alcornocales y olivos. Los camiones iban saliendo del pueblo, sin miedo, en una rutinaria cercanía del fuego, como una ceremonia de la normalidad. El más picardeado de la pandilla, el que primero había empezado a contar chistes verdes, siempre nos decía:

--- Es que si los hombres no quieren ir a apagar el fuego, viene la Guardia Civil y los saca de las tabernas a culatazos... Otra vez yo vi que iba uno con la cara chorreando sangre, pero iba...

El pueblo quedaba desoladamente desierto. Por las azoteas, por las barandas de los patinillos, cien ojos de niños y de mujeres seguían mirando aquella nube negra. De alguna cómoda salía un anteojo extraño, dorado y marino, que estuvo en Cuba o unos prismáticos que anduvieron en muchas monterías, y alguien daba precisa noticia de cómo el fuego no avanzaba, que los camiones ya habían llegado.

Y ya era siempre de noche, o al otro día, cuando de aquella lejana sierra de la chispa del tren, o de las señales de humo de los indios y combois del cine de verano, volvían los camiones de aquellos hombres que habían apagado el fuego. Saltaban, deshechos, de la caja del camión, entre gritos. Las campanas ya callaban, hasta que fuera la hora del toque de ánimas, o del ángelus. Traían negras y rotas las camisas, manchadas de tiznones las caras, cansadas las palas, las espiochas. Las ramas de retama habían quedado en aquel lejano horizonte azulenco, con un indeleble olor a rastrojos quemados en la memoria, que me ha venido ahora hasta el escritorio cuando las hojas de los periódicos han traído el sonido de las campanas de Andalucía tocando a rebato otra vez por el fuego de las sierras...


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