Antonio Burgos / Memoria de Andalucía

El Mundo de Andalucía, 19 de octubre de 1996

Antonio Burgos

Esta noche reaparece Gracia Montes

Entonces nadie proclamaba aún que dentro de una copla cabe la vida. Lo que no era Festival de Benidorm era Augusto Algueró, lo que no era Nino Bravo eran bodegueros de Nat King Cole, lo que no era Gloria Lasso eran popotitos de Miguel Ríos. Nos queríamos olvidar del refregador porque habíamos comprado la lavadora Bru; nos queríamos olvidar del tranvía porque nos habían adjudicado un Seat 1.200; nos queríamos olvidar del dornillo del gazpacho porque teníamos una batidora Turmix Berrens; nos queríamos olvidar del baño de cinc y de las ollas de agua caliente porque un albañil mañoso había hecho un polibán aprovechando un recodo del pasillo; nos queríamos olvidar del Cortijo de los Mimbrales dedicado a la niña María Eugenia Luque, al cumplir su primer añito en aquí Radio Andorra, emisora del Principado de Andorra, porque ya teníamos un picú para los guateques de cap y yoimbina. Razones todas por las cuales Paca Mora ya no iba a caballo entre los toros de su divisa y Rosita de Capuchinos no era una vara de nardo y jazmín.

Ya había televisión, polos de desarrollo, americanos peleándose en el Sloppy Joe, pastorales de monseñor Añoveros sobre el campo andaluz. Ya habían matado a Kennedy y Juan XXIII era el nombre que le poníamos a nuestra nueva visión del mundo y a un nuevo círculo de la amistad con las libertades en Córdoba. Ir aquella noche al teatro San Fernando, al estreno de un espectáculo de la canción andaluza con todos sus avíos, era como volver a nacer. Lo digo porque yo he visto funciones de Concha Piquer en el Cervantes antes de nacer, que mi madre me llevaba cuando me tenía en su vientre, por eso quizá cuando oigo una copla vuelvo a acurrucarme en la posición fetal de la memoria. Aquella noche Gracia Montes reaparecía con "La Rosa de las Marismas", el último gran espectáculo antes de que la copla muriera a manos de los triunfales objetivos del Plan de Estabilización.

Había siempre en la copla mucho de biografía de quienes la cantaban. Cuando la Piquer cantaba lo de la otra y el anillo con la fecha por dentro, lo decía con tal fuerza porque era su propia vida. Gracia Montes era carne de copla. Aquella niña loreña que salía en Historias de la Radio con Bobby Deglané, cantando Por los caminos de Andalucía, también había vivido su copla. Cuando todos estábamos prendados por los requiebros únicos de su voz, la retiraron. Copla pura. Nadie escribió el romance que cantaba la rueda, rueda de las vecindonas en el lavadero loreño donde pagaban los recibos del Ocaso a Juanillo el de los Muertos, antes de que se metiera a poeta como Juan Cervera Sanchís y se fuera a México con el recuerdo de su padre fusilado por los nacionales. Pero todos sabíamos que a Gracia Montes la había retirado un señor de Barcelona la mar de importante. El estribillo de la copla que el río llevaba por Lora repetía que si era un hombre casado, que si le doblaba la edad. ¿Qué te pasa a ti en los clisos, Maruja Limón? La verdad es que nos habíamos quedado sin su voz, cuando además habían callado para siempre en Radio Peninsular los discos de El Niño de la Huerta, por eso Gracia preguntaba si quieres que yo te cante La Romería Loreña.

Aquel estreno del San Fernando tenía mucho de muerte y de resurrección. Muerte lenta de un género en fase terminal y resurrección de una historia de copla: los amores y ausencias de Gracia Montes. El teatro estaba como si no hubiera pasado el tiempo. El anuncio de Ulloa Óptico en el telón publicitario, y las canastillas de flores en las esquinas. En un palco, don José Montoto, con su sonotone, su corbata de lazo y su bastón, que era como si hubieran traído con su silla al viejo que le pide el agua a la Virgen de Setefilla. Se alzó el telón y salió, joven, nueva, vestida de blanco como en la película de Bobby, la voz única de los trémolos de Gracia Montes. Cantaba historias de amor que todos identificábamos con su amor, hasta que el teatro se vino abajo:

... que yo soy de Lora,

de Lora del Río...

Hasta don José Montoto se emocionaba con el quejío del alma, y el río loreño le hacía las palmas, y la orquestilla de Ochaíta, Valerio y Solano llevaba el compás. Decorados de ría y de faluchos cuando Gracia cantaba Los novios de Punta Umbría, y farolas apagadas y penumbras de amores rotos cuando suspiraba con La lumbre de tu cigarro, hasta tal punto que, ay, cógeme, cógeme, cógeme en tus brazos, todos creíamos que era una estrellita el recuerdo del Chesterfield del señor de Barcelona que la había retirado, pero que luego la dejó, y fue que volvió al San Fernando para que Montoto le pudiera dedicar una Pajarita de papel en un Correo de Andalucía que Bueno Monreal aún no había convertido en Playa Omaha para el desembarco del Cura Javierre y de la información laboral del Cura Chinarro.

Y mientras Gracia se cambiaba de vestido, salían Los Cuatro Vargas, y el ballet, y el rapsoda mariquita, y quizá fuese Cuervas el que todavía vendía chocolatinas, bombones y caramelos en el descanso, cuando la orquestilla tocaba la sinfonía y volvía a salir Gracia Montes, ahora con una bata colorada, soy una feria, soy una feria. Y todos volvían a vivir los tiempos que se fueron con Zambra 1944 y con Solera de España, y otros ya entonces teníamos nostalgia de lo no vivido. Que acertamos a vivir por unas horas. Fueron las horas de aquella reaparición, las que mediaban entre las estolas de visón de los palcos y las canastillas aquellas de flores que al final, entre los grititos de la vieja mariconería de gallinero y entradas de clac, le entregaban a Gracia Montes unos botones vestidos como los botones de las películas de gran hotel y teléfonos blancos. Sabíamos que Gracia Montes había reaparecido porque ninguna de las canastillas venía ya de Barcelona.

 


 

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