Antonio Burgos /  Recuadros de Semana Santa

Recogido en el libro "Sevilla en cien recuadros"

Antonio Burgos

A Salvador Távora, sobre el Calvario 

 

Genial Salvador Távora: no sé si estás en el Cerro, viendo cómo montan los pasos de la cofradía nueva de tu barrio, o si andas llevando el nombre teatral de Sevilla por los escenarios de Puerto Rico, de El Cairo o de Buenos Aires. En cualquier caso, sevillano Salvador, quiero que apuntes en tu memoria de albahaca y alhucema cuanto te voy a decir en esta carta; si estáis en Sevilla, no faltes esta noche en la iglesia de la Magdalena al traslado del Cristo del Calvario a su paso; si andas por esos barrios universales de Sevilla que se llaman Florencia o Cartagena de Indias, apúntalo en esa tu memoria de incienso y candelería, para que no faltes otro año.

Porque estuve el año pasado, querido Salvador Távora, en ese traslado, y todo el tiempo me estuve acordando de ti, de tus conceptos estéticos, de los materiales de tu trabajo dramático. Sabes, Salvador, que no quiero morirme sin conseguir que escribas un artículo tuyo, muy tuyo, en el que nos expliques cómo ves esta representación dramática colectiva que es el rito de Sevilla para poner los pasos en el escenario de sus calles, cada primavera. Y si me acordé tanto de ti, Salvador, en el traslado del Cristo del Calvario fue porque comprobé allí que tu estética teatral no ha hecho más que recoger ese sentido dramático de nuestros ritos y hasta sus propios materiales.

Estaba, Salvador, la iglesia en penumbra. Sonaba, alto y antiguo, un órgano con latines. No iluminaban más luces las naves que los cirios que los hermanos portaban, largas filas de cera ardiente y olorosa que marcaban las columnas, las bóvedas, las capillas laterales, los frescos de la batalla de Lepanto. Bisbiseaba la gente, hablando muy quedo, y de pronto se hizo un gran silencio. Sonó entonces más recio el órgano, más antiguos los latines. Inundó la iglesia un olor a incienso, brillaron entre los cirios platas antiguas y dalmáticas. A hombros, entre velas, por las naves, los hermanos traían a su Cristo del Calvario. Cristo volvía a andar sobre las aguas de la oscuridad, sobre las mil estrellas de los cirios.

Así, despacio, como sabes, Salvador, que en Sevilla sabemos llevar un paso y torear un toro, templando el silencio y la oscuridad, cargando la suerte de la solemnidad, el Cristo iba avanzando por la nave central, hacia el coro, donde se adivinaba su paso, caoba que parecía la de un ataúd que fuera a recibir el cuerpo de un Hombre muerto. Seguía sonando el órgano, seguía oliendo el incienso, seguía oyéndose el silencio; tú sabes, Salvador, que en Sevilla hay momentos importantes en que el silencio es un sonido más.

Y de pronto, de la clave de una bóveda, comenzó a sonar una garrucha. Arriaba una gruesa soga, liberada del nudo en que estaba amarrada a una tribuna del coro alto. Abajo estaba el Cristo, a hombros de los hermanos. Arriba, como un rito dramático absoluto suyo, los chirridos de la soga, de lo humano, como un símbolo de todos los cinturones de esparto de la madrugada. En la penumbra no vimos cómo con aquella soga amarraban el madero. Sí vimos, Salvador, y entonces fue cuando más me acordé de ti, cómo el Cristo del Calvario, en la oscuridad, entre órganos y latines, comenzaba a ser izado con la soga desde la garrucha. Era como una Ascensión a los cie-

los de Sevilla. En Sevilla, Salvador, Cristo tiene que ascender así, crucificado entre claveles. Y allí arriba quedó unos instantes, casi humano, cimbreándose en el vacío, impresionante, Salvador, hasta que ya advertimos que justo de bajo de sus clavados pies estaba el monte del paso, y que comenzaban a arriar la soga, y que el Cristo era poco a poco entronizado en su Calvario. Sonaron luego unos golpes de martillo, que parecían oírse desde las páginas de un evangelio. Y luego se oyó el llamador del paso. Y aquel Cristo volvió a elevarse, Salvador, ahora sobre las alpargatas sevillanas, siempre el esparto...

Tal noche como hoy, ahora hará un año, me acordé de ti, Salvador Távora. Porque tú mejor que nadie hubieras comprendido el sentido dramático de esa ceremonia secreta donde Sevilla dispone para la madrugada los crujidos del Cristo del Calvario.

  

 


 

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