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España se tiñe de amarillo pollo

"En estos días de vacaciones, me dedico al deporte,
juego o pasatiempo de contar "grandes hermanos" por la calle"

Me cuento, gracias a Dios, entre los españoles, poquísimos españoles que debimos ser, que no vieron ni un solo capítulo de El Gran Hermano...

- Ande usted ya, eso se lo dirá ustedes a todas... Usted habrá visto El Gran Hermano como lo vio todo el mundo. Más o menos, pero lo habrá visto. A mí no me engaña usted.

- Que no, que no lo he visto, palabrita del Niño Jesús...

- ¿Del niño Jesús Hermida?

-Incluso del niño Jesús Quintero, que también es televisivo. De verdad que de ese programa, fenómeno sociológico, desastre nacional o como quiera usted llamarle, sólo he visto unos retazos cuando estaba zapeando, retazos que me dieron el serretazo en el buen gusto.

- Eso es lo que dicen todos. Pero, al cambio, eso de los retazos significa que lo ha visto...

No es cuestión de enzarzarse en esta discusión bizantina sobre el grado de visionado del programa, como solemos todos los antiguos objetores de El Gran Hermano. Tampoco importa haberlo visto, para lo que quiero decir: seguimos viendo Gran Hermano en la calle todos los días, queramos o no queramos. El éxito de El Gran Hermano nos ha descubierto que estamos rodeados, que nos tienen cercados, y que es inútil pedir refuerzos al Séptimo de Caballería, porque entonces viene Miguelito Bosé mangando programa a TVE, y no sé qué será peor. Ese programa nos ha descubierto una España que estaba ahí, pero que desconocíamos. La España de los Ismaeles, por Ismael Beiro. La España de los chavales con pintas absolutamente increíbles, zarcillo en la oreja, camiseta negra, habla displicente. La España de las botellonas, a la que no han puesto nombre ni etiqueta, más que el programa que simbolizó y sintetizó. Hubo la España de la movida, la del desencanto, la España cheli, la España pasota. Ahora es la España post-Gran Hermano. Que existía antes. Esto no es como con los Álvarez Quintero o con Carlos Arniches. Aseguran que cuando los Quintero pusieron en el teatro español su patio cortijero y empezaron a hacer entrar personajes sandungueros, dicharacheros, ante el éxito popular, los andaluces rompieron a hablar como los personajes quinterianos. También aseguran los lingüistas que igualmente, tras el éxito social de los personajes del teatro de Arniches, los madrileños empezaron a imitarlos en su habla. Ahora no es así. No es que El Gran Hermano haya inventado una zafia tipología, unas modas colindantes con lo abyecto, un modo de hablar chulesco y desabrido, el pendiente en la oreja y los pelos con todas las posibilidades de color del arco iris. No es que El Gran Hermano haya hecho que media España de menos de 25 años se tiña el pelo color amarillo pollo, gualdo de bandera nacional, con perdón por decir bandera nacional y no lo políticamente correcto de bandera constitucional. No es que El Gran Hermano haya motivado que las chavalas se dejen el ombligo fuera y se cubran el torso con ese como pañuelo de pirata o servilleta de excursión campestre que, amarradas con tres cintajos, les da el avío, junto con el sujetador con las tirantas presuntamente invisibles, de silicona, creo, hechas para que se vean, naturalmente, que, como el movimiento, qué horror, de La Bomba, es más sexy.

No es que la naturaleza de esa España abyecta que a algunos no nos interesa nada y nos desagrada bastante haya copiado al arte de la televisión, si es que se considera arte este tipo de programas, que es mucho considerar. Es todo lo contrario: la televisión fue la que reflejó esta España que existía y creó un programa (por otra parte lamentable) a su medida. En estos días de vacaciones, me dedico con mi mujer (perdón, con mi pareja estable) al deporte, juego o pasatiempo de contar "grandes hermanos" por la calle, especialmente cuando estamos sentados en una terraza del veraneo, tomando el fresco:

- ¡Mira, otro!

Y allá que va el tío, pista, que va el artista, con sus pelos teñidos de amarillo pollo, gualdo de bandera, con su camiseta negra, con su pendiente en la oreja... o en las dos, con sus sandaliones negros de suela gordota, preferiblemente con el pantalón corto. Y allá que van ellas, fabricadas por la misma factoría, de acuerdo con el mismo patronaje, con el ombligo al aire, el sujetador de tirantas visiblemente invisibles y con muy poca vergüenza, diciendo aquí estoy yo, pidiendo guerra de las galaxias al universo mundo. Ismael Beiro era un modelo social, ampliamente prodigado, que no tenía nombre puesto. Las calles estaban llenas de chavales así, y no nos llamaban la atención hasta que los vimos en un programa, aislados como en el portaobjetos de un microscopio. Crecen y se multiplican. Éxito llama a éxito. Al fenómeno le llaman la ismaelmanía. Llámenle como quieran. Y sigan con el pasatiempo de contarlos por la calle. Verán cómo les pasa como a nosotros: que pierden la cuenta de tanto niñato con los pelos teñidos de amarillo.

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