El Mundo

Memoria de Andalucía

El Mundo de Andalucía, sábado 18 de octubrede 1997

Antonio Burgos

Vuelo nocturno en el Golfo

 

El zumbido de los motores renqueantes es como una somnolencia. Pero nadie duerme. Noche cerrada. Baches del aire, buscando el radiofaro de Hinojosa del Duque. El Fokker parece que llevara dentro una caseta de feria, un saloncillo del Aero Club, la acera del Mercantil sin sillones de mimbre. Y los motores, con su nana del sueño que ahora domina esos pueblos que, allá abajo, sólo son un suelo de estrellas, mortecinas luces. El Golfo de Madrid. Ojú. ¿Cuándo salía? En los horarios de aquella Iberia de azafatas de azul azafata, de gorrete militar de Aviación, de bolso negro al hombro, venía la hora en que el vuelo nocturno salía de Madrid. Pero cuando le preguntabas la hora de salida a un asiduo, siempre te decía:

--- Mira, el Golfo sale cuando ya han cerrado todos los cabarés de Madrid. ¿Por qué crees tú que lo llaman el Golfo?

¿Cuántas eran? ¿Veinte, treinta plazas? Era un avión como de "Casablanca", sin Humphrey Bogart y casi siempre con un Guardiola de guardia o asimilado que venía de arreglar algo en un Ministerio. Media barra del Fillol, media Parrilla del Cristina, medio Guajiro,, medio Pineda, medio casino de Los Cuarenta venía siempre en el Golfo.

--- Es que he tenido una cena...

--- Sí, sí, una cena, a mí me lo vas a decir... ¿Le pido otro güisquicito a la niña?

La niña era la azafata. La que más veces oía la frase más repetida a bordo, más que los avisos del comandante:

--- Niña, ponnos otro par de güisquicitos...

Venían también ejecutivos, que entonces todavía no se llamaban ejecutivos. Venían turistas del Alfonso XIII, venían técnicos alemanes de una fábrica que estaban montando en el Polo de Alcalá de Guadaira o en la cosa química del desarrollo de Huelva. Pero los que le daban su irrepetible ambiente al Golfo eran los del güisquicito pedido a la niña. Los que como indicaba la leyenda acababan, si no de cerrar, sí de darse un garbeo por los cabarés de Madrid. Los que venían a Alazán, encanto y belleza, aquel cabaré del Paseo de la Castellana, por donde ahora está el paso elevado de Juan Bravo, que se anunciaba como boite, pero que de boite tenía lo que el golfo de avión de las ocho de la mañana. Venían los de la barra del Abra, adonde se llegaba cruzando la Gran Vía desde Chicote, otro que tal; venían los del Pasapoga, que era ya de más tono, más de copas tras cerrar un buen trato en una cena de negocios, antes de coger el golfo de vuelta a Sevilla con el contrato en la cartera, aquellos contratos de una Española que acababa de salir casi del estraperlo, que se adentraba por los triunfales caminos del desarrollo, pero donde todavía había que pedir recomendación para que te adjudicaran un Seat 1.200, un 600, un Renault Dauphine.

-- Niña, dame otro güisquicito y ponle otro aquí a don José...

En el Fokker faltaba la lotera y el betunero para redondear la estampa de Sierpes del aire:

--- ¿Te acuerdas ese solar que tenía en la calle Asunción esquina a Fernando IV? Pues no veas lo bien que lo acabo de vender en Madrid...

Los Remedios estaba por edificar creo yo, mayormente, para que los solares pudieran ser vendidos en cenas de Madrid, y poder comentarlas luego en el Golfo. De vez en cuando, se abría una puerta por un traqueteo y se veían las sacas de correos con los colores de la bandera de España, que el Golfo era también avión postal nocturno.

¿Cuánto duraba el vuelo, en aquellos Fokkers de hélice, muchos de ellos con las alas por encima de la cabina, con la puerta casi a ras de suelo? Según se midiera por el estado de ánimo o la alegría de las pajarillas de cada cual, el vuelo del Golfo duraba una barbaridad, o tres güisquis, o un sueñecito, o una conversación con un compañero del colegio. El Golfo venía siempre lleno de antiguos alumnos. Antiguos alumnos de los Maristas, de los Jesuitas, de los Marianistas de Jerez, de los Salesianos de Utrera. Todos nos conocíamos porque, además, todos éramos compañeros de curso de dos antiguos alumnos por lo menos. Y lo de siempre:

--- No, tú eras del curso de Curri Amián, yo soy más chico...

Y el campo. En el Golfo se hablaba mucho del campo. Yo creo que el Golfo vivía en gran parte gracias al Ministerio de Agricultura. Todo el mundo venia de resolver algo del campo en el Ministerio de Agricultura, en el Servicio Nacional del Trigo, en la cosa forestal de Huelva. De Industrias, poco. Industria era diez, veinte años antes, cuando los vales de cemento. Ahora era Agricultura. Y eran los Sindicatos. Media Sección Económica de los Sindicatos Verticales venía siempre en el Golfo, de asistir a algo en aquel alto edificio que ya había inaugurado Pepe Solís en el Paseo de la Castellana, frente al Prado, mucho Consejo Económico y Social con vistas al desarrollo de los Polos de Sevilla y Huelva.

Hasta que por fin había que abrocharse los cinturones y apagar los cigarrillos, y la niña, la azafata de los güisquicitos, nos decía que ya estábamos en Sevilla. El avión, lentamente, se iba aproximando a los campos de olivares, Carmona, El Viso, Mairena, la Hacienda de Guzmán, y ahora se veía por la ventanilla que había luna. Aterrizaba el Golfo entre vaharadas de Buchanan, de Black and White, de White Horse, se abría aquella puerta a ras del suelo casi, y tendían la escalerilla de sólo un par de escalones. Y el olor a güisqui del aliento de todos aquellos alumnos se mezclaba con el olor de azahar del naranjal del viejo aeropuerto colonial de las palmeras y el bar que tenía aquel músico que había sido violoncelo con Falla en la Orquesta Bética de Cámara.

 


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