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Memoria de Andalucía

El Mundo de Andalucía, sábado 7 de marzo de 1998

Antonio Burgos

Mañana quitamos la copa de la camilla

 

Una mañana, sin que nadie lo anunciara, sin que nadie presentirlo pudiera, cuando las criadas abrían los balcones que daban a la fachada de la iglesia del Sagrario, con sus huecos llenos de nidos de las palomas que se quedaron después que las hubieran soltado para recibir a Doña Eva Duarte de Perón, vulgo La Perona, los sonidos que desde la calle llegaban empezaban a oirse de otra forma. Se oías más cercanos los tranvías que venían desde la Puerta Jerez hacia la Avenida. El 24, que aunque era el tranvía de Heliópolis, en la tablilla blanca cruzada por un aspa negra ponía "Hotelitos del Guadalquivir". El 3, que era el tranvía de Eritaña, que daba la vuelta junto a la venta todavía abierta, la famosa de las cañeras de manzanilla y las juergas de cuando la Exposición Iberoamericana. El 18, que era el tranvía del Guadaira, el que llevaba hasta cerca del campo del Betis por una avenida de Manuel Siurot llena de descampados. O el tranvía de la ronda, el 1, de roja tablilla con letras blanca, Plana Nueva, Macarena, Osario, que era justamente lo contrario del otro tranvía de la ronda, el 2, que daba la vuelta al revés, Osario, Macarena, Plaza Nueva, y que tenía la tablilla blanca con las letras en colorado. Colorado, eso, no rojo. La palabra "rojo" estaba prohibida. No se decía. Las cosas eran o bien encarnadas, o bien coloradas, nunca rojas. Los rojos eran los malos, y su nombre ni pronunciarse podía. Caperucita Roja era entonces Caperucita Encarnada, igual que la ensaladilla del rancho del cuartel nunca era ensaladilla rusa, sino que era ensaladilla nacional o ensaladilla imperial, según los gustos más o menos falangistones del coronel del regimiento. Que había mucho imperio, aparte del que proclamaban los falangistas: Imperio de Triana, Gracia Imperio, Imperio Argentina... Decían "por el Imperio hacia Dios", pero por el Imperio, si se trataba de Gracia Imperio, la vedette de la revista, por donde íbamos, según el padre espiritual, era de patitas al infierno, pecadores, que entonces todos éramos unos pecadores.

Sonaba la calle ya de otra forma desde los balcones abiertos. Se oía más cercano el chirrido de los tranvías sobre los railes como de plata, a la luz nueva. Y se oían los cacos de los caballos de los coches de punto, que pasaban con turistas ricos del Alfonso XIII camino del Parque de María Luisa o con soñolientos viajeros que venían de dejar en la estación de la Plaza de Armas, vulgo de Córdoba, los asientos de gutapercha de una mala noche en un departamento de segunda en el exprés de Madrid, que llegaba a las ocho y media de la mañana después de haber salido a las diez de la noche de Atocha...

Más que el anuncio de la primavera, que todavía estaban por romper los blancos botones en los naranjos de la calle Alemanes cuando íbamos hacia el colegio, era el anuncio de que había terminado el largo, húmedo, triste invierno de la ciudad. Los coches de caballos pasaban ya sin los hules sobre el pescante desde la capota, y había dejado de verter temporales interminables de lluvia el bajante de la Catedral, que era aquella gárgola con una cabeza como la del lagarto del Patio de los Naranjos que estaba junto a la Puerta del Baptisterio, y bajo cuyo torrente nos gustaba ponernos para estrenar, según los casos, botas katiuskas, paraguas o, cuando llegaron, aquellos primeros impermeables Piumadoro que traía la estraperlista de Chipiona junto a su contrabandeo de medias de cristal, jabones Palmolive, pasta de dientes Colgate y frascos de crema Pons, nueve de cada diez estrellas de Hollywood usan Pons, decía el anuncio argentino del "Para tí" o del "Vosotras".

La primavera era aún un barrunto de papeletas de sitio, ya estaría buscando en Al Siglo Sevillano el maniquí de la túnica del nazareno del balcón, y en el comedor ya estorbaban las ropas de la camilla y la copa. Con su alambrera para secar las camisetas de felpa en aquellos húmedos días sin sol de azotea. La camilla, por dentro, tenía puesta unas guitas para tender por debajo de su mesa las ropas de secado más urgente. La copa era nuestra secadora. Una secadora a la medida de aquellas tristes humedades. Teníamos dos, tres camisas todo lo más. No habían llegado ni el terlenka ni el tervilor. Popelín en el mejor de los casos. Algodón de Hytasa siempre. Y en aquellos inviernos largos, tristes, fríos, lluviosos, húmedos, le daban un ojito a la camisa y la ponían en la copa, sobre la alambrera del brasero, para secarla:

--- Niño, dale una firmita a la copa, a ver si seca antes tu camisa, que mañana te la tienes que poner para ir al colegio...

Con la badila, movíamos aquellos rescoldos, entre grises y rojos, bueno, rojos... Encarnados. Rojo no había más que la bandera, que esa sí, era roja y gualda en la enciclopedia de Dalmau Carles, qué raro, cuando tenía que ser encarnada y gualda, o colorada y gualda. Pero ya por la mañana habían abierto los balcones, y desde la calle, los tranvías y los coches de caballos nos traían el sonido de la alegría. Era entonces cuando una noche mi madre le decía a la criada:

-- Mañana, cuando vengas de traer a los niños quitamos las ropas a la camilla, ponemos el hule y guardas la copa y su alambrera en el soberado...  


Los capítulos de esta "Memoria de Andalucía" se publican todos los sábados en "El Mundo de Andalucía"

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