Antonio Burgos / El Recuadro

El Mundo de Andalucía, miércoles 27 de agosto de 1977

Antonio Burgos

Copla por la muerte de un mayoral

 

Por las orillas lentas del río de Corbones, donde se hace silencio la vega de Carmona y el solano recuerda sus mares ligustinas, en la siesta campera escriben las chicharras viejas coplas que escuchan lejanos campanarios. Historias de los hombres, de las cosas del campo, historias de los sueños, de los tiempos lejanos, cuando los portuguesas venían a la siega con sus hoces al cinto, como curvas espadas de la guerra del hambre que siempre los vencía.

Son las coplas que el viento, en estas largas siestas, acerca hasta las torres de Lora y de Carmona, cuando un gato dormita los helechos del patio. Cualquiera puede oírlas si se pone a la sombra de una higuera bravía, de un incierto acebuche. Una punta de vacas está por Zajariche, son cárdenas algunas, entrepeladas otras. Llevan un viejo hierro, con un miedo con asas.

Esta tarde el silencio es más hondo en el campo. Los erales lo escuchan en lo alto de una loma y estiran las orejas que puede que les corten una tarde no escrita, en Pamplona o Sevilla. Esta tarde el solano se ha puesto como entonces, como cuando en Linares aquel hijo de "Islera" le metió a Manolete el cuerno por la historia. Los toros de Miura conocen el silencio de esta muerte que llega al campo por la tarde. Lo cantan las chicharras, con compás de esquilones.

Y este viento solano que agosta las granadas en las huertas del río que pasa por Sevilla, el que anuncia la muerte, el que anuncia Linares, me ha dicho en esta tarde de agosto que Mateos, el mayoral de siempre, el que iba a Bilbao, el que embarcó de mozo a "Islero" aquella noche, ha muerto en su caballo, como mueren los hombres. Las crónicas no dicen si se quedó estribado, si un lagarto o una bicha asombró a su caballo. El viento me confirma que en este Zajariche los mayorales siguen galopando cerrados, cortando por el aire la estampa de una copla.

Nunca salen las cuentas de los cuatro por cuatro en estos campos viejos que dejó Don Eduardo sin saber la noticia, que debutó en Sevilla el nieto preferido que le salió torero y metió tanto campo en un fundón de estoques. Los mayorales siguen en caballos caretos, con sus sillas vaqueras y mosqueros de lujo, con la manta estribera, marsellés del invierno, capote de la lluvia encerado y lustroso cuando llega noviembre, temporal de neblinas. Los mayorales siguen en caballos de coplas llevando hasta el cerrado al toro de San Lucas. No está hecho este campo para oír los motores que profanan el templo de amapolas y trigo, con costales de pienso que los cabestros llevan en lomos albardados de lentitud romana.

A usted, José Mateos, los cencerros lo lloran. A modo de campana, doblan los esquilones. Un mayoral no puede montarse en un Land Rover si está con los miuras, leyenda y Zajariche. A usted, José Mateos, mayoral de Miura, la muerte lo ha encontrado como una copla antigua: a caballo, midiendo los silencios del campo, calzón y guayabera, sombrero de ala ancha, corridas apartadas y vacas que parieron. Su muerte es tan antigua como el mapa de España que enseña en las paredes la piel de aquella "Islera" que mataron con rito de viejo sacrificio cuando todas las radios de la explosión de Cádiz anunciaron la boda con la muerte y la historia del novio que tenía, tan guapo, Lupe Sino. La copla que en la siesta repiten las chicharras necesita una radio de cretona y de hambre. Quizás en Radio Andorra la cante Doña Concha, porque existe la muerte de León y Quiroga en los años inciertos de esta altura de siglo. La copla de la siesta que cantan las chicharras, que se oye por Carmona, que por Lora repiten, que llega a La Campana con el viento solano, sabe que siempre vive quien muere en su caballo.


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