El Recuadro

El Mundo de Andalucía, miércoles  25 de marzo de 1998

 

Una tarde en el "Titanic"... de Sevilla 

 

Vienen las escaleras mecánicas abarrotadas. Hasta los pueblos se han metido aquí en Sevilla otra vez, como se meterán en Semana Santa. Parece un Domingo de Ramos anticipado o una tarde de Cabalgata de Reyes Magos retrasada. Novios con las novias, ellos con la chupa, ellas con las botas de plataforma que no sé cómo no necesitan cloroformo en Trauma.. Familias enteras. Padres jóvenes con cochecitos de niño chico, como los del Martes Santo en la Alfalfa cuando todavía está saliendo la Candelaria. Me dijeron que esto tiene un ver, y vengo a verlo. Hablo del Titanic. Ni Nervión Plaza ni Stirling ni nada. Sevilla le puso el nombre y, buuuuum, hasta la bola: el Titanic. Ves el edificio desde la calle José Luis de Caso, donde estaba aquella farmacia que ya no podrá anunciarse entre las de guardia como "frente al escudo del Sevilla", y te parece que, desde luego, a la calle José Luis de Caso ha llegado un barco cargado de... Novelería de Sevilla. Y capacidad de imagen de Sevilla. Yo, que tantos sábados veo el J.J.Sister en el muelle gaditano, aseguro que nunca el ferry canario de la Transmediterránea pareció tanto un barco como el edificio de Alberto Donaire y Rafael de la Hoz visto por este costado. La calle José Luis de Caso debería, en consecuencia, cambiar también de nombre, y pasar a ser la amura de babor del Titanic, porque navega, indudablemente, hacia Sevilla Este.

Estuve cuando se inauguró el Nervión Plaza, y oí el acertado discurso de Soledad Becerril sobre la historia del pelotazo mayor que vio la Sevilla de los maletines. Vi la ilusión de Sánchez Ramade con sus calculo yo que trescientas o cuatrocientas salas de cine que ha abierto allí. Pero yo, aquella noche inaugural, estuve en un sitio que los sevillanos ya no conocerán. De Nervión Plaza, nada. Esto es el Titanic de todas, todas. Como la capilla que Aníbal González en el Altozano fue El Mechero, y como el edificio racionalista de la Magdalena esquina a San Pablo fue el Cabo Persianas, y como Los Diez Mandamientos fueron Los Diez Mandamientos, ¿quién sabe ahora cómo llamó oficialmente el franquismo que los construyó a los bloques de Los Diez Mandamientos? Pues como dentro de nada ya nadie sabrá cómo se llamaba verdaderamente el Titanic.

Hay que venir a echar la tarde para conocer Sevilla. El Titanic está curando a los sevillanos, en dosis de caballo, de las nostalgias de Expo. Así es como los sevillanos querrían que hubiera seguido siendo la Expo. El acierto de los promotores es haberle dado este aire como de Pabellón de Francia, con la plaza abierta al gran escudo Sevilla de Santiago del Campo (del Sevilla), para que no nos olvidemos que estamos en la ciudad donde estamos. Ciudad que está encantada, mira cómo bajan las escaleras, mira cómo suben los ascensores transparentes como los de El Coloso en Llamas... Lo que más me sorprende de Sevilla es que lo mismo conserva todas las tradiciones que se entrega, entusiasmada, a todas las novelerías. La ciudad más tradicional y más novelera del mundo, en una sola pieza. Sevilla puede con todo. No pudieron con ella dos Exposiciones en un siglo, que se dice pronto. Puede con los niñitos de la chaquetita azul que compiten en Onda Giralda adivinando palios por un fragmento de varal y que si emplearan ese esfuerzo inútil a la Física, serían todos premios Nobel. Pero los niñitos sabihondos capillitas de Onda Giralda vienen al Titanic, y coexisten con las niñatas que dicen por la escalera: "Chocho, que me vas a pisar con esas botas..." Lo que más me sorprende es que la gente va tan natural que parece que el Titanic hubiera estado aquí siempre. Está en ese bar del café jamaicano como si fuera un Catunambú de toda la vida. Y parece que el comercio nuevo de los Zulategui fuera Deportes Z de la calle Sierpes, no esta tienda americana de los deportivos está aquí desde siempre. Llego a pensar que el Titanic atracó en Sevilla hace mil años. Porque Titanic es el nombre que le hemos puesto a nuestra novelería de esta Sevilla ya tan neoyorquina, que todo lo engulle en su melting-pot.


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