Crónica de
buganvillas
OS
he visto, con la luz del largo atardecer de este junio
tan caluroso que está como barruntando las primeras
lluvias de las lágrimas de San Pedro. Os he visto,
asombro de jardines, sorpresa de esquinas, tiempo
detenido, corno os vi muchas tardes por esos otros
barrios desde donde se oyen las campanadas del reloj de
la torre de San Lorenzo, allá por los naranjos del
compás de Santa Clara, allá por la Casa de los
Bucarellis, allá por el Husillo Real, allá por las
calurosas calles donde la ciudad se abre a la cegadora
luz del río, con un recuerdo de fundiciones de
Balbontín, de torres de perdigones de los plomos de
Figueroa y de chimeneas de la fábrica de tornillos
hechas a la medida de una murga de Escalera en la
Alameda de chaquetas blancas y copitas de aguardiente de
pasas.
Os he visto, humildes buganvillas
sevillanas, no dentro de las murallas, no junto a
espadañas gloriosas y torres triunfales, no junto a
palacios y a conventos, no surgiendo al pie de la torre
que pregona su humildad diciendo en latines que la más
fuerte de todas es el nombre del Señor, aunque acto
seguido se arrepienta de esa humildad, citando en su
soberbia al Libro de los Proverbios. Vuestro mérito,
humildes buganvillas sevillanas, es que me habéis
emocionado cuando os he visto en el barrio del Porvenir,
gloria de los chalés, paraíso de los arriates, con un
viejo sabor de tranvías y de niñas del colegio de
Santa Elena, de la casa del doctor Urra y del primer
año que salió La Paz, de la botica de don Amando y del
mostrador montañés de Palacios, de las boinas rojas
que iban a Estoril desde casa de Pepe Acedo, de
recuerdos de mítines en el Frontón Betis, o de
perdidas melodías que nuestra juventud aún está
buscando entre medias combinaciones y tardes de baile
por el Betis Tenis Club.
Estabais, buganvillas del Porvenir, con mayor
prestancia si cabe que cuando os encontré trepando por
las tapias de los conventos, poniendo carmesí como un
viejo pendón de Castilla la blanca cal de un corral con
recuerdos de un conde. Estabais allí, humildes
buganvillas sevillanas del barrio del Porvenir, emulando
un desafío de colores, a cuál más roja, a cuál más
intensa, a cuál más granate, a cuál más morada, a
cuál más brillante. Y os puse, con la luz del largo
atardecer de este junio que no acaba de llorar lágrimas
de San Pedro, junto a todo lo que de Sevilla encontramos
por los mares. Tiene San Fernando una bola del mundo en
la mano y ahora que os miro, buganvillas del Porvenir,
veo las flores que en esa bola el Santo Rey nos trajo
del orbe para que Sevilla fuera más Sevilla: los
naranjos de la China que a incienso nos huelen cuando
florecen; los jazmines de Persia para que amemos a una
mujer en una moña en estas noches del verano; los
magnolios de Nueva Orleáns que junto al atardecer en la
Catedral pusieron, ruiseñor en la piedra, como un
homenaje a Cernuda; los nardos tropicales que estallan
como fuegos artificiales en honor de una Virgen de
agosto; las virreinales, azules, jacarandas; las blancas
acacias que de América vinieron, como de Australia
llegaron las amarillas que alfombraron estos días las
aceras de la calle San Jacinto. Todas las flores de todo
el mundo las hizo suyas Sevilla, como os hizo a
vosotras, humildes buganvillas de las tapias. Quizá os
lo enseñara, en la sentina del barco en que viajabais,
el Conde de Bougainville, cuando os traía; quizá lo
aprendierais al juntaos con nardos y azahares, magnolios
y jazmines en la bola del mundo de San Fernando. El caso
es que vuestras colores, tan valientes y africanas en
Marbella, son aquí en Sevilla tan humildes y clásicas
que no se atreven a pasar del morado de la túnica del
Valle al rojo de nuestra bandera, blanca y colorá.
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Sobre la flora de
Sevilla, en los artículos de Antonio Burgos:
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