"Amargura"
para Antoñito
Murió
ayer. A la hora en que la Macarena da la vuelta de la calle
Cuna. A la hora en que el Calvario pasa por los últimos
albores de la calle San Pablo. A la hora en que el piquete
de honores toca la Marcha de Infantes cuando amanece la
mañana grande del Corpus. A la hora en que las campanas de
la Giralda anuncian la última misa ante el paso de la
Virgen de los Reyes. Murió a una hora de madrugón o de
madrugada, él que había sido tan de tarde con tambores,
tan de mañana de la Majestad en Público con los balcones
colgados de mantones de Manila, tan de anochecer de bando de
una procesión de gloria por la chiquillería y los pregones
de jazmines de los barrios. A Sevilla se le murió ayer su
último niño grande, Antonio Sanz, Antoñito Cofradías,
Antoñito Procesiones, Antoñito Marcha Turca, como ustedes
quieran, y me imagino cómo fue su muerte para la leyenda de
la ciudad, que iban delante los caballos de Artillería
Catorce con el brigada Rafael tocando los Campanilleros, y
después venía el Mudo de Santana levando un guión
sacramental y antiguo, y luego la landa del Tubero tocando
«Virgen del Mayor Dolor», y Santizo con el incienso, y las
plumas de los armaos, y la Banda de la Policía Armada
salía con sus tambores de los fondones de la memoria, y por
delante iba don Pedro Braña, que llevaba detrás la Banda
Municipal en pleno y bajo mazos de puros farias, y le iban
tocando a Antoñito lo que más le gustaba, «Amargura»,
reforzada en su parte final, tan de nervios de pregonero
antes de salir al atril, por la Banda de Soria al completo,
dirigida por don Pedro Gámez Laserna, y los carráncanos
del Sagrario también allá que te iban, y Juan Castro
Nocera para arriba y para abajo dando vueltas con un palermo
en la mano, que tan grande concurso de la sonora Sevilla de
nuestra infancia, de la eterna infancia de Antoñíto,
tenía que entrar en la Campana del cielo con el ordenado
caos de cada primavera y a su hora exacta.
Así, entre tambores, se ha ido Antoñito
Cofradías, fumándose un puro delante de la banda,
arrastrando por el suelo todo el romero y la juncia del
Corpus con sus anchos, planos pies de felicidad. ¿Os
acordáis de aquella cara delante de una banda? Era el más
exacto retrato de la dicha. En una Sevilla que sufría,
Antoñito Procesiones era la pura descripción del gozo. Un
farias y una banda, una procesión y un tambor, ¿habrá
algo más nuestro? ¿Os acordáis de cómo parecía que
anunciando venía la primavera, arrastrando los anchos pies
planos, con su barriga y su correa del pantalón, tan
planchado y lavado, cuando se ponía delante de una banda?
¿Lo escuchasteis alguna vez tararear «Amargura» con su
boca inflada? Lo hacia mejor que la Banda Municipal, tará,
tarará, y decía como nadie ese «ole» que cada Domingo de
Pasión se escapaba del alma de Sevilla en el Teatro San
Fernando. Cambiaban los pregoneros, pero «Amargura» era
siempre la misma. Y siempre era el mismo «ole» exacto el
que Antoñito, desde la primera fila de butacas, daba con su
último acorde. Ya podía estar la primera en la Campana.
Yo veo ahora a Antoñito, como heredero
de Manolito Gázquez, en su más glorioso momento. Es
Sevilla y es dictadura. Hay un acto de camisas azules y
correajes en el Ateneo. Habla don Esteban Bilbao Eguía,
presidente de las Cortes Españolas. Antoñito está entre
el público y no entiende, cuerpo glorioso, nada de cuanto
el orador está diciendo. Pero ve que sobre la mesa del
conferenciante hay una jarra y un vaso de agua. Antoñito no
lo duda un instante. Se levanta, avanza por el pasillo, se
va muy serio a la mesa del mismísimo don Esteban Bilbao, y
tan campante se bebe el vaso de agua. El orador calla. La
sala enmudece. Y se vuelve Antoñito al público, y da el
más verdadero discurso que se pronunciara nunca en el
Ateneo:
--¡Es que estaba fritito...!
Yo ahora le doy a Antoñito Procesiones,
eterno niño grande de Sevilla, un vaso de agua que suena
con los sones de «Amargura». Y le pago mi real semanal
para «La Gloria de España», la más abierta sociedad
secreta que nunca hubo en Sevilla, pues no tenía otra
finalidad que comprarse puros farias el cobrador, que era
él. Antoñito se bebe el vaso de agua, enciende el farias,
tararea «Amargura» y se va a la gloria. Donde siempre
estuvo. No había mejor gloria que Sevilla con tambores.
Más
sobre Antoñito en el artículo "Vicente el del
canasto"
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