Es
                    el último año que Las Cigarreras salen de la Fábrica de
                    Tabacos. Por los jardines del Hotel Alfonso XIII tiene que
                    estar César González Ruano, que luego habrá de contarlo
                    en un artículo. El sol tiene esta tarde de Jueves Santo una
                    tristeza especial entre las palmeras y la estatua de la
                    Fama. Pasan los nazarenos morados y crema la reja de las
                    viejas fotografías de cigarreras y sombrillas, y suena la
                    Mar cha Real, que ya está saliendo la Virgen de la Victoria
                    de la capilla y avanza ahora sobre los cantos rodados del
                    empedrado, tan de fábrica, tan de vagoneta, de los
                    jardincillos. Hace calor en la tarde y el paso trae un andar
                    inconfundible. Trae el andar de la Puerta Osario. En una
                    taberna de San Esteban, Paquito Quesada te ha enseñado a
                    ver los andares de los pasos. Hay una manera de andar que es
                    de Triana, hay una manera de andar que es de la Puerta
                    Osario, hay una manera de andar que no es de ningún barrio,
                    que es de los hondones del alma de Sevilla, porque es la
                    manera de andar de los ratones de Rafael Franco. Tú ahora
                    te fijas, y ves que el palio de Las Cigarreras viene andando
                    como de la Puerta Osario. Así andaban los pasos de El
                    Francés. Y ahí delante viene su sucesor. Lo has visto
                    muchas mañanas por la Casa de la Moneda. Ahora trae el
                    terno negro. Es un hombre alto, garboso en el andar, con el
                    pelo levantado que se resiste al planchado de la
                    brillantina. Tiene rojiza la tez y nerviosas las manos.
                    Jalea a sus hombres. Se acerca al costero y por el
                    respiradero va jaleando a sus hombres. Por eso el paso anda
                    como anda, tan de la Puerta Osario. Por eso el paso va ahora
                    sobre los pies, que la Banda de la División, antes de
                    cruzar la reja por última vez, antes de decirle adiós a la
                    estatua de la Fama, ha empezado a tocar «Corpus Christi».
                    Te gusta venir los jueves Santos a ver trabajar la cuadrilla
                    de Vicente, de Vicente Pérez Caro, cuando saca Las
                    Cigarreras. Te gusta ir oyendo «Corpus Christi» en la
                    Banda de la División, con don Pedro Gámez Laserna, Avenida
                    adelante, hasta que vuelve en Almirantazgo y baja hacia el
                    Arco del Postigo. Te gusta ver esa forma de mandar que tiene
                    Vicente, que lo mismo se acerca allí, al costero del palio,
                    para jalear a sus hombres, que luego se va delante, muy
                    delante, casi junto a los ciriales, para que todos le veamos
                    esa cara de satisfacción que pone cuando ve andar el paso. 
                    O es ahora una lejana noche de Lunes
                    Santo, calle Santiago, plaza de López Pintado, calle Lanza.
                    Viene el palio del Rocío con una banda que suena a pueblo y
                    que más a pueblo suena entre la cal del Corral del Conde,
                    frente a los mármoles de la casa de Villapanés y ese
                    letrero antiguo de su balcón, «Viva Cristo Rey». Ahí
                    viene Vicente Pérez Caro con su gente de la Puerta Osario.
                    El palio ahora no anda, el palio está ahora entre las
                    saetas de la madrugada, sobre los pies de la bulla.
                    Chicotás cortas, cintura, mucha cintura. Y una y otra vez
                    la marcha «Rocío». Está quebrada de madrugada la voz
                    larga de Vicente cuando se levanta el faldón y sale un
                    costalero de la primera. Rafael el Poeta se llama. Vicente
                    tiene cara de alegría. Una voz dice: «Rafael, di un
                    verso.» Y Rafael, con aquella camisilla de punto, gris y
                    blanca, el sudor sobre el costal, leve la cintura del
                    tintineo de las bambalinas, se agiganta en su perfil antiguo
                    y parece, con su mano tensa y extendida, que va a cantar. En
                    verdad que canta, cuando está recitando delante de su
                    capataz, de Vicente, estos versos que levantan los corazones
                    y que acaban hablando de los costaleros de la Puerta Osario. 
                    Yo, ahora, Vicente, Vicente Pérez Caro,
                    saco a la calle de la memoria aquellos dos palios que tú
                    mandaste y que nunca olvidaré. La última vez que Las
                    Cigarreras salió de la Fábrica de Tabacos. La noche en que
                    Rafael el Poeta salió debajo del faldón en la plaza de
                    López Pintado para decir sus versos de la gente de la
                    Puerta Osario. Esos dos pasos, Vicente, siguen andando en la
                    memoria. Los veo acercarse en la nostalgia y sé que por la
                    manera de andar, con sus bambalinas me van diciendo que los
                    manda Vicente, sucesor de El Francés en el imperio de
                    aguardiente de la taberna del Punto. 
                    
                        
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