• Reportaje

    CURRO ROMERO, EL MÁS CONTROVERTIDO y misterioso de nuestros toreros, cuenta toda su vida en 400 páginas llena s de alma y sinceridad. La voz la pone el torero de Camas, la pluma, el "currista" Antonio Burgos. Los dos, en un magistral mano a mano, han parido un libro titulado "Curro Romero, la esencia", del que adelantamos en exclusiva siete capítulos.

    "ANTONIO, ESTO VA A SER EL MANO A MANO que la afición esperaba". Curro Romero dedicó estas palabras a Antonio Burgos, columnista de EL MUNDO, premio Mariano de Cavia de Periodismo y "currista" nato, cuando empezó, hace cuatro años, a escribir el libro "Curro Romero, la esencia" (Planeta), que sale a la venta el próximo martes. Tras 60 horas de conversaciones en Sevilla, Reportaje Marbella y Cádiz, el periodista ha recopilado, en primera persona y con la misma voz de Curro (64 años), recuerdos y anécdotas de toda su vida. Adelantamos siete capítulos que relatan distintos momentos de su existencia: La dureza del trabajo en el campo, cuando era niño, en un cortijo de la familia Queipo de Llano; la generosidad de destinar sus primeros dineros a sacar a sus padres de la pobreza; la terrible temporada de 1962, en que sufrió tres cornadas graves consecutivas; la satisfacción al ver ramitas de romero en las solapas de los aficionados, desde los más humildes hasta la realeza; las pasiones que despierta, sin término medio entre el amor y el odio, y, por último, una descripción apasionada y poética de lo que siente el matador cuando tiene una buena tarde, cuando el toreo se convierte en "una inmensa caricia". La España torera tiene una cita literaria antes de empezar la temporada.


      Queipo de Llano me pega un "usted"

    Los tratos allí en Gambogaz verdaderamente no eran muy buenos. Nos trataban no como a niños, sino como a hombres, y eso a mí no me gustaba. Y yo entonces me decía:

    -¿Dónde voy yo ya? ¿Voy a tener que estar aquí toda mi vida así?

    Y me daba una pena muy grande. Porque veía que yo soy de una forma de ser que no toleraba yo eso de los tratos que nos daban.

    A unos amigos de mi padre les daban el ramujo de los olivos, para que limpiaran el campo y se lo llevaran cuando habían podado o desvaretado los árboles. Estos amigos de mi padre eran unos hermanos: El Negrete, uno que cantaba muy bien, y El Alpargate, que también cantaba muy bien. El Negrete y El Alpargate tenían unos perros galgos que dormían con ellos en la cama. Era gente muy buena conmigo, El Negrete y El Alpargate. Gente de galgos.

    Esta familia tenía cabras y para limpiar aquello de los ramujos, cuando se desvaretaban los olivos de Gambogaz les daban permiso para que entraran al cortijo y los recogieran.

    Iban con una mula y hacían unos haces impresionantes, los más gordos del mundo, para llevarse los más ramujos posibles. Y era imposible para un hombre solo aguantar la mula y colocar los haces allí encima del aparejo de la bestia, amarrarlos... Eso era muy difícil... Y estaba yo allí cerca y me dijo El Alpargate:

    -Curro, vente a ayudarme un poquito, hombre, agárrame la mula por lo menos para que no se me vaya...

    Y entonces, en ese momento, estoy yo con la mula agarrada por la jáquima, y llega a caballo el hijo de Queipo de Llano, Don Gonzalo:

    -¿Usted qué hace aquí?- le dijo al Alpargate.

    -A mí es que me ha dado permiso para recoger estos ramujos Enrique el Aperador.

    Y entonces me dice a mí:

    -¿Y usted qué es lo que hace aquí?

    A mí, que era un chiquillo, también me pegó un usted... Y le digo:

    -Pues yo soy el que guarda las vacas...

    -¿Y qué haces aquí que no estás guardando las vacas?

    -Ayudándole a El Alpargate, que me ha dicho que le ayude...

    -Tú te vas con las vacas ahora mismo y deja aquí a este hombre que lo haga él solo...

    Y yo me fui con la pena.

    Y con las miradas.

    Que nos miramos los dos, El Alpargate y yo...

    Y no nos dijimos nada.

    Nada más que aquella mirada de las penas que nos echamos.

    Vosotros no trabajais más

    Solamente en el mes de julio toreé cinco novilladas. Y luego en la feria de Málaga. Y el 15 de agosto en Sevilla, el día de la Virgen de los Reyes, que entonces era un día importante de toros, hasta de alternativas. Toreé ese día una novillada de Carlos Núñez con Chicuelo y con Mondeño. Y Jerez de los Caballeros otra vez. Y Fregenal de la Sierra, Zafra. San Miguel en Sevilla. Carteles donde se repetían mucho conmigo Trincheira, Mondeño, Chicuelito, Manolo Zerpa, Antonio Cobo. Toreé veintitantas novilladas después del debú en Sevilla aquel año.

    Aquel dinero no lo había ganado mi padre el pobre en toda su vida trabajando en El Barranco; tenía que robar los cochinos el pobre para comprar cuatro cosas que nos hacían falta, y ropa y zapatos. Porque con lo poco que ganaba teníamos para comer nada más, y eso que no pagábamos nada de casa, porque era de mi tío. Muy poco dinero.

    Cuando terminó aquella temporada de mi debú en Sevilla, que tenía trescientas mil y pico de pesetas, le dije a mi padre que ya no trabajaba más, que yo lo quitaba de trabajar. Porque aunque yo había triunfado, mi padre seguía trabajando en El Barranco del pescado y mi madre en el almacén de aceitunas de Barea. Y les dije: -Ea, vosotros no trabajáis más. Aquí tenemos esto que he ganado yo toreando y vosotros no trabajáis más. Dice mi madre, cómo era mi madre:

    -Yo sigo trabajando...

    Mi madre era muy inteligente y seguía trabajando, porque decía que no sabía lo que iba a pasar.

    Era muy inteligente.

    Y mi padre, como era más fuerte el trabajo de él, que era a lo mejor segando, o cogiendo aceitunas... Estaba en El Barranco, de guarda con el pescado, y había veces que en la época de la siega echaba dos peonás: una por la noche en El Barranco y otra durante el día, segando. Mi padre era un hombre muy fuerte, que trabajaba mucho. Por eso mi madre nos decía a mí y a mis hermanas:

    -Que está tu padre durmiendo, no despertarlo...

    Yo no lo veía casi nunca, porque yo trabajaba de día y él de noche. Y cuando llegaba yo tarde, me quería ver y decía mi madre:

    -Que te quiere ver tu padre y nunca lo ves...

    Y me daba miedo:

    -¿A ver si me riñe?

    Y esperaba dentro del cuarto hasta que se fuera, porque me decía: -Me va a reñir a lo mejor, porque no me ve nunca...

    Y cuando se iba, entraba yo:

    -Mamá, es que no sé... Me va a reñir, por eso no lo veo...

    Total, que le dije a mi padre:

    -Tú no trabajas más.

    Y no trabajó. Mi madre sí, mi madre siguió trabajando por cuenta, deshuesando aceitunas en el almacén de Barea, con aquellas manos tan bonitas que tenía.

    Cómo era mi madre...

    Mi padre, cuando lo quité de trabajar, el miedo que tenía era que yo no triunfara. Por mí, más que por él. Más que porque tuviera que volver a trabajar, porque los amigos le dijeran:

    -Vaya tu hijo, el mitin que ha dado...

    Antonio Márquez y su hija Concha

    Antonio Márquez le conozco el año 58, recién llegado a Madrid como quien dice. Me llevó Blanquito a una tertulia que tenían en El Abra, frente a Chicote, en la Gran Vía. Allí paraba Domingo Ortega, paraba Antonio Márquez, paraba Juan Belmonte algunas veces cuando iba por allí. Y aficionados muy buenos como Juan Felices, que luego fue padrino mío de boda con Concha Márquez Piquer. Paraba también en aquella tertulia un vasco que se llamaba Sabino Inchausti, que era muy amigo de joven de Antonio Márquez, y de Cagancho. Y entonces le dijo Blanquito a Domingo Ortega:

    -A ver cuándo le echas a este torero para que lo veas unas becerras en tu casa...

    Y enseguida fuimos a casa de Domingo Ortega, que estaba de Villalba para la derecha, se llamaba Navalcaide. Y, claro, como Blanquito les hablaba tanto de mí, estaban deseando verme todos estos aficionados.

    Fueron aquel día, aparte de los de la tertulia, más aficionados de El Abra, y otros que paraban en Chicote, y fue también Sebastián Miranda, en El Abra, y ya en el campo de Domingo Ortega, que fui varias veces, charlamos y ya empezamos a conocernos.

    A Concha Márquez la conocí allí también, en un tentadero de Domingo Ortega. Aquel día no iba la madre, Doña Concha Piquer, que era la mujer de Márquez, pero Antonio Márquez se llevó a la hija, a Concha Márquez Piquer. Ella era muy joven, tenía catorce o quince años, pero no había salido fuera. Cuando se enteraron de que andábamos de medio novios fue en el año 59, al año siguiente, después de mi alternativa, que estaba yo en Sevilla viviendo en el Hotel Colón y ella también vivía unos días en Sevilla, y entonces ahí ya salimos juntos con varios amigos de ella y amigos míos.

    Salimos un día a la feria de Sevilla. Total, que ahí empezamos ya de novios, ella era casi una niña. Y cuando se enteraron los periodistas, los primeros que dieron la noticia fueron Tico Medina y Yale, que eran los reporteros más leídos del periódico Pueblo. Pusieron en el periódico: "Hay un romance entre un torero y la hija de Concha Piquer". Y Germán Lopezarias, que era otro reportero también con mucho cartel, me hizo una pequeña entrevista. Le dije:

    -Nos presentaron en una fiesta campera en Navalcaide, la finca de Domingo Ortega. Y todo fue una mirada. Después... lo que les pasa a todos los novios.

    ¿Para qué lo pusieron los periódicos? Aunque entonces las revistas del corazón no existían, que nada más que venían estas cosas en el periódico Pueblo, en El Alcázar o a lo mejor en el Fotos, el Sábado Gráfico o La Actualidad Española, todos los periodistas querían que yo hablara del noviazgo, y a Concha Piquer, con lo que era Doña Concha, la traían loca. Ya se sabe, el romance del torero con la hija de la artista famosa, porque Concha Márquez entonces todavía no pensaba en cantar como su madre, era una chiquilla.

    Por todo ese revuelo, entonces a Concha Márquez se la llevaron a Inglaterra y a Suiza. Para quitarle la idea del torero de la cabeza. A mí aquello me contrarió mucho. No sé por qué se la llevaron, porque luego Antonio Márquez y Doña Concha me apreciaron mucho.

    Cuando me conocieron ya.

    Y ya cuando me conocieron no se opusieron a la boda, que fue en Los Jerónimos, pero mucho más tarde, en octubre del 62.

    En la enfermería de Zafra

    Aquella feria de San Miguel no toreé en Sevilla, y ya una de las corridas últimas que iba a torear antes de casarme iba a ser la de la feria de Zafra.

    Y allí en Zafra, el 5 de octubre, que la boda estaba puesta para el 22, con las invitaciones repartidas por Concha Piquer y por Antonio Márquez y todo, en Los Jerónimos que era la boda, viene la otra cornada.

    Era una corrida de Saltillo, que eso entonces era de Félix Moreno de la Cova, con José Julio el portugués. Me cogió el toro en la ingle derecha, toreando con la muleta. Era un toro difícil, que quería yo ahí por cojones torearlo... Hasta que me echó mano, claro. Y en el quite que vinieron a hacerme los banderilleros, a Almensilla también lo cogió, le dio un puntazo, y fuimos los dos para la enfermería.

    Lo de Almensilla no era nada, pero lo mío sí era gordo. Me llevaron a la enfermería, y cómo eran las cosas en aquella época.

    Me llevan a la enfermería y me echan en la camilla que había allí para desnudarme y ver lo que tenía y empezar a operarme, y nada más que echarme en la camilla, le faltaba una pata y, pum, me caí al suelo con la camilla encima y con la cornada encima, pum, la camilla.

    Me llevaba Pepito Camará en esa época, y cuando ya habían compuesto allí la camilla de cualquier forma para que no se cayera otra vez, me están desnudando y se me acerca Pepito Camará y me dice:

    -Oye, éste no está en condiciones de operarte aquí. Nos deberíamos ir a Sevilla. Te lo digo para que lo sepas. Yo creo que deberían nada más que coserte y nos vamos para Sevilla tirados...

    -Sí, claro, que me cosan como sea, ahora mismo, ¿cómo me van a operar con el anestesista en esas condiciones? Sí, venga, ahora mismo...

    Y me cosieron en vivo toda la ingle.

    En vivo.

    Sin anestesia y sin nada.

    Y me vine con los puntos aquellos de la costura y con la cornada sin operar hasta Sevilla. En el mismo coche de cuadrillas, tirado en el asiento de detrás, echado detrás, como podía, con la cornada dada y con el costurón sin anestesia.

    Ha sido la cornada que yo he sentido más en mi vida.

    Y el viaje ese desde Zafra hasta Sevilla. Y ya en la Clínica Virgen de los Reyes, que habían avisado, me operó Don Antonio Leal Castaño en condiciones. La Virgen de los Reyes era una clínica magnífica, en la calle Oriente, que íbamos allí todos los toreros buscando a Leal Castaño, muy buen médico y muy buen aficionado, siempre con su clavel en la solapa y con su sombrero de ala ancha...

    Aunque aquella cornada de Zafra me dolió especialmente por las circunstancias aquellas de la enfermería y del anestesista.

    A mí la verdad es que las cornadas me las dieron cuando ya llevaba varios años de matador de toros. Me dieron muchas volteretas los toros, de becerrista y de novillero, y muchos revolcones, pero tuve la suerte esa de que no me echara mano un toro hasta entonces.

    Yo era consciente de que tarde o temprano un toro me tenía que coger, que es muy difícil irse de rositas en esto. La suerte es que si te coge no te haga mucho daño. Es el tributo que hay que pagar. Y una contrariedad muy grande cuando la cornada te llega cuando estás a gusto con un toro.

    La rabia de que no puedas seguir haciéndole aquello que le estabas haciendo a veces te duele más que la cornada. Y a veces es un atropello también, del toro o tuyo, porque te hace el toro un extraño que no te esperabas. Lo de Algeciras fue esto, un atropello mío, porque no se puede estar delante de los pitones de un toro, tan cerca, preparando una muleta. Muchas veces uno se confía, y con la confianza vienen los percances.

    Lo que no sabía yo es que vinieran también las enfermerías con las camillas que se te caían encima.

    No es romero, es jaramago

    Frente a ésos está la ramita de romero, que es el símbolo de mis partidarios.

    La alegría de esas matitas de romero en las solapas, la gente dándoselas unos a otros en el tendido antes de que empiece la corrida. Eso es bonito.

    La ramita de romero es de estos años, no sale al principio, no sé a quién se le ocurriría, sería cuando aquello tan bonito de la crónica de Gonzalo Carvajal del teletipo de las amapolas, que el romero le había dicho la noticia de cómo toreaba yo por el teletipo de las amapolas del campo, las amapolas aquellas que hablaban en el verso de Paco Herrera cuando los seis toros de Urquijo...

    Y lo que me gusta más es dar la vuelta al ruedo con una ramita de romero, aunque haya cortado una oreja, o las dos. Y dar la vuelta al ruedo con un puro en la mano, como la daban los antiguos. Y muchas veces me tiran un paquetón de romero, y tiro de una ramita solamente, no voy a llevar un arriate entero en la mano.

    Hay que tener medida de las cosas.

    Hasta el romero.

    El romero es el símbolo hasta para la madre del Rey, para Doña María de las Mercedes, que es una de las más grandes partidarias que he tenido, una cosa así como María Teresa Pickman en mis principios. Un día que Doña María había ido a verme, como tantos, en Sevilla, no había estado yo bien, y a un torero que toreaba conmigo esa tarde, que había triunfado, estaba dando la vuelta al ruedo y le estaban tirando romero, el romero que habían llevado para mí.

    Y los que estaban cerca de ella en el Palco del Príncipe, se dieron cuenta, y se lo dijeron, con las del beri:

    -Señora, Señora, todo el romero que traían para Curro, como Curro no ha estado bien, se lo han tirado a este otro torero.

    Y Doña María, como buena currista, dijo muy seria:

    -No, no, eso no es romero. ¡Eso es jaramago!

    La valentía de saberse contener

    Esto del toreo es un arte, pero no todo el mundo lo entiende así. El público paga por entrar en la plaza y por ellos es por quienes lo paso peor cuando las cosas no salen. Yo voy buscando ese toro que me embista y ya quisiera que me embistiese más a menudo. Cómo no, si el primero que goza en esos ratos soy yo. Pero esas cosas de los ratos desagradables pasan. Como cuando el incidente con aquel espectador en Madrid, que se bajó hasta el ruedo y me empujó y me tiró al suelo.

    Aquel día mis compañeros, tanto Antoñete como Paula, declararon que era un toro que estaba movido. Toreado. Yo intenté matarlo por todos los medios, como pudiera, a ver si lo mataba, con un peligro grande. El toro se venía a mí y a todos los toreros que se ponían delante. Ya me di por vencido, porque aquel toro no se podía matar. Y mis miedos fueron terribles porque yo veía que me cogía, y sin pena ni gloria. Algo que era una locura, intentar matar así aquel toro.

    Entonces me fui para la barrera, me tocaron los tres avisos, y cuando voy llegando al burladero de los toreros me encuentro con un tío allí, un espectador que no sé cómo había saltado a la plaza, y me puso las manos encima, y con una fuerza tremenda me tiró al suelo boca arriba, sin mediar palabra.

    Llegó y, ¡bum!, me tiró al suelo conforme yo venía, con la muleta y con el estoque. Y me levanté con la espada y la muleta en la mano, y me quedé mirándolo.

    Y lo miré nada más.

    Tuve la templanza de no hacer uso de la espada, ni de mis manos, ni nada. Nada más que mirarlo. Me dije para mí:

    -Qué loco, dónde se está metiendo éste, que se puede buscar una ruina...

    Fue en un momento todo, que las cabezas reaccionan con serenidad afortunadamente. Porque yo estaba con la espada en la mano y aquel tío sin comerlo ni beberlo me había tirado al suelo allí en la plaza, conforme venía del toro hacia el burladero de los toreros. Ocurrió todo en un relámpago, pum, al suelo, y yo con la espada en la mano...

    Entonces la cuadrilla, que venía detrás, los banderilleros, le echaron mano al tío, se liaron con él y lo tiraron al suelo. Y yo seguí tranquilamente andando y me metí en el callejón. Al hombre lo detuvieron inmediatamente, claro. Y yo creí que ahí había terminado todo. Pero cuando estaba terminando la corrida, me viene el delegado de la plaza, uno de los policías, y me dice:

    -Que no te vayas de la plaza, que tiene que hablar el presidente contigo...

    Me pegó un "tú" que no veas, que no te vayas de la plaza. El "tú" de siempre de los policías. Y cuando acabó la corrida me fui para la oficina que tiene el delegado de plaza, a esperar al presidente. Que tardó bastante en llegar, lo menos veinte o veinticinco minutos, con la plaza ya vacía. Ya se había ido la gente, y las cuadrillas, y todo, que la salida de los toreros estaba llena de gente, esperando a ver lo que iba a ocurrir allí, porque algo se mascaba. Nosotros, mientras, esperando allí en la oficinita del delegado de plaza.

    Estábamos solos, esperando.

    Entonces, cuando llegó por fin el presidente, había un búcaro allí cerca, y sin saludar, sin dar las buenas tardes ni nada, en mis narices cogió el búcaro y empezó a beber del búcaro con mucha parsimonia, glu, glu, delante mía, a beber agua, venga a beber agua. Y cuando terminó con el búcaro, dejó el búcaro en el suelo otra vez, y sin mediar más palabra ni más saludo y sin mirarme a la cara siquiera, sin dejar de mirar al búcaro, me dice:

    -Vamos para comisaría.

    Y le dije yo:

    -Hombre, yo pienso que me debo ir a desnudar al hotel y después voy yo a la comisaría, no voy a ir a la comisaría vestido de torero...

    Y dice, con mucha energía y mucho odio:

    -No, no, no... ¡Te llevo a pellizcos si hace falta!

    Mis miradas serían terribles para este policía que estaba de presidente. Como la mirada al que me empujó en la plaza. Eran unos atropellos indignos e infames los que estaban haciendo conmigo.

    Y fuimos a la comisaría, y estaban allí los mismos compañeros de él, otros policías más jóvenes, y les dije:

    -Este hombre no está bien de la cabeza, las cosas que me ha dicho ahí.

    -No, si este hombre está loco perdido, este hombre nos tiene asfixiados a todos...

    Me tomaron la declaración, me desnudé de torero allí en la comisaría, me trajo la ropa, me vestí y nos fuimos. Y esto que era una cosa como de cuando Franco, de la dictadura, de aquellos miedos a los policías, ocurrió el año 87, ya bien entrada la democracia. El mismo toro que me negué a matarlo en Madrid, con Camilo Alonso Vega en el tendido, no me pasó eso, me dejaron que fuera a desnudarme al hotel y no me llevaron vestido de torero a la comisaría.

    Con aquel que me tiró yo tuve las cabezas frías, porque cuando se ve a alguien violento lo mejor es no hacerle caso.

    Ahí está la hombría de un hombre: eso es de valientes, no de cobardes. Hay que ser valiente también para resistirse, para contenerse, y no responder a la violencia con más violencia. Yo me mido, y sé que cuando a un hombre se le ve la cara amarilla es capaz de todo. Y no hay que medirse con él.

    Toreando con el alma

    Yo en esas cosas me encuentro, en esos momentos, en esas tardes, con esos toros, y hasta creo que logro vencer el sentido del paso del tiempo. Hay tardes de esas que tengo la sensación de que no ha pasado el tiempo, vamos, que es todavía como cuando Carvajal me acababa de poner lo de Faraón, y cuando hablaba del teletipo de las amapolas del verso de Paco Herrera.

    En esas tardes se me pasa el sentido del tiempo, y hasta de la gravedad. Me siento como volando.

    Y hay otras veces que me aplasto ahí, que no tengo agilidad de golpe, que la cabeza no me funciona. Y otras veces en que lo veo todo muy claro enseguida.

    Esos momentos en que estoy sacando lo que llevo dentro, el cuerpo llega a no pesarme. Incluso llego a tener una sensación muy rara y difícil de explicar: que no tengo cuerpo, que no estoy allí. Es como una levitación, como si se flotara. No hay pesadez ninguna en las piernas ni en el cuerpo, ni en los brazos, todo armonioso. Me emociono mucho, veo que los pelos se me ponen de punta, el oído se me va, escucho los oles y las palmas que van y vienen, como si unas veces estuvieran allí y otras veces no estuvieran, y estuviera la plaza completamente vacía, nada más que yo con el toro. Es una emoción que hace una transformación entera de ti.

    Llegas a perder hasta la noción del paso del tiempo, que te parece que el lance que has dado es el mismo lance que vas a dar otra vez, y los muletazos, lo mismo, que siempre son el mismo muletazo. Un muletazo que, como estás a gusto, no se termina, aquello tiene todo una unidad, una armonía perfecta, sin tiempo, sin peso en el cuerpo, hasta sin espacio, sin sonidos, que los sonidos de la plaza se te van y se te vienen.

    Y yo siento que soy el mismo de siempre, igual que de chaval, que soy el mismo, que mi cuerpo de ahora es el mismo de entonces, porque no siento el cuerpo, nada más que siento el alma, quizá en esos momentos esté toreando con el alma, por eso no siento ni el cuerpo, ni el peso de la muleta y de la espada, ni las voces y los oles, ni nada. Son las muñecas solas las que están toreando, son las piernas solas las que están allí. La cintura sola, flexible, sin gravedad, todo sedoso, todo como una inmensa caricia. El toreo es como acariciar. Torear es convertir algo violento en algo bello, saber que llevas dentro la verdad te da una seguridad enorme.

    Esos días ni el capote te pesa ni la muleta te pesa, está todo aquello volandero, rodando. Es una maravilla. Y yo estoy palpando en las gentes que eso se está transmitiendo de alguna manera. No tal como yo lo siento, pero de alguna manera se está transmitiendo. Escucho el runrún, y siento los ojos de las gentes en la nuca, en la cabeza, que también está muy alerta, aunque esté todo volandero, se abre todo, el cuerpo se te desgarra como en un cante, todo es como si tuviera otro sentido.

    Y en los oles se te van y se te vienen, hasta escucho algunos que me parece que son los mismos oles que yo oía cuando estaba guardando cochinos en el cortijo de Gambogaz, por las tardes, los días de viento, y los traía el aire de Sevilla desde la plaza de los toros.

    Cuando yo, al oírlos, soñaba que quería ser torero.

    Fotografías de Chema Conesa


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