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Artículos de lujo: Sevilla en cien recuadros
Un libro de Antonio Burgos 
Precio: 15,00 € / 2.496 ptas. Páginas: 224 ISBN: 8497341058  Fecha edición:11/3/2003 Colección: Artículos Formato: 15x24 Cubierta: Rústica     Publicado por La Esfera de los Libros
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PRIMERAS PAGINAS DEL LIBRO:
 
Los zapatitos del niño

Había en Sevilla una sabia y prudente mujer, de la que algunos todavía recuerdan la inteligencia de su sonrisa, que fue la primera zapatera que tuvo la ciudad, pues abrió comercio de chicarrería y con empeño sólo superado por su esfuerzo ganó fama, y labró considerada, larga y principal clientela para su establecimiento, que puso en la calle que llamaban de Gradas. Allí su seriedad y tesón, de nación castellana, hicieron que pronto, y nunca mejor empleadas las palabras del viejo dicho, encontraran las madres sevillanas la horma de su zapato. Que coches con corona a la puerta de su zapatería llegaban, de donde bajaban rubios niños de mirada azul; y no para ellos su sonrisa era más generosa que para las angustiadas madres de los pueblos que a nuestra mujer acudían, pidiendo unos chicarros para pies con males de nacencia. Que para todas tenía la misma inteligencia en la sonrisa, llamando como la señora marquesa a la que escuchar su título quería, y diciendo sólo hija a la que, en la cortedad de sus caudales, más digna era de atención que otras de honores.

Porque era aquella zapatera justa y trabajadora, que no conocía fiestas ni veraneos, más que el camino que mediaba entre su comercio y su cercana casa, en la misma collación del Sagrario de la Santa Iglesia Catedral. Y por esta cercanía, los domingos la veían hablar con una Augusta y Celestial Vecina, que era, como algunas que en su comercio entraban, Reina. Por el barrio se dice que a esta Augusta Vecina con la que los domingos hablaba en su real Capilla, en la misa de once y media, no la llamaba la zapatera como a las clientas de los coches con corona, en tercera persona, sino que, como a aquellas a las que gustaba de socorrer, la vocaba de Hija, aun a sabiendas de que era la Madre de Su Divina Majestad. Con su velillo y sin misal, que era mujer de pocas letras y largas luces, la zapatera había llegado a intimar con la Virgen de los Reyes en aquellas charlas de domingo que sólo nuestra sabia y prudente mujer oía.

Y fue que Dios llamó a nuestra zapatera, con el apremio y la sorpresa del papel de un cobro impensado. Mujer seria y pagadora en su comercio, saldó con puntualidad y discreción aquella deuda de su vida. Y ocurrió que el trance sobrevino cuando las grandes calores, que ya estaban limpiando la plata para la novena de la Virgen. Y ocurrió aquel año en la procesión de la Patrona el más peregrino lance que nunca se vio en la iglesia mayor. Que salió, como todos los años, la Virgen por la Puerta de los Palos, llevando en la falda a su Hijo, como las madres ponían a sus niños para que les probara los chicarros en su comercio nuestra zapatera. Pero el Divino Niño, que Guasón le llaman por cómo se ríe en su gloria ante Sevilla, no calzaba hogaño ni sus zapatitos de oro ni los que bordados en flores de lis le donó la Infanta. Que en su mostrador del cielo nuestra zapatera había ya hecho clienta a la Virgen con la que los domingos hablaba, y le había vendido unos zapatitos nuevos para el Niño, de primera postura, que no eran de oro, ni de plata eran, ni bordados por agujas de San Telmo con flores de lis, sino que eran los más humildes, baratos, pero dignos chicarros que nuestra zapatera vendía a las atribuladas mujeres de los pueblos. Y así como en esta vida había sido proveedora de la Real Casa, en la otra, cuya gracia con la rectitud de su vida se ganó, su Vecina de la Capilla Real la había ya hecho zapatera de aquel Rey cuyo pequeño pie, de tantos domingos, tan bien conocía.

Y nadie se dio cuenta que aquel día de agosto, en la procesión, el Niño de la Virgen paseó por Gradas haciendo más nueva su sonrisa, que era Niño con zapatos nuevos. Si se sabe la historia es porque el hijo de aquella zapatera es cronista en la ciudad y su corazón acertó a verlo.

Carta de amor a la Giralda

Hemos salido los colegiales, los antiguos niños de Sevilla, y te hemos visto en el aire surcado de vencejos y panarras, bella muchacha en flor de bronce del corral de los Olmos. Y te escribo esta carta para decirte que, como muchos otros viejos niños colegiales de Sevilla, me he enamorado de ti, que ni siquiera sé cómo te llamas, Santa Juana, Fe, Victoria, Victoria de la Fe, Fe de la Victoria, Giralda, Giraldilla mía, guapa muchacha de la fotografía tuya que acaba de darme Carlos Ortega, que aunque sé que quiere también salir contigo no creo que acierte a escribirte unos versos más tristes esta noche, a ver si te dejo un libro de un chileno que habla de estas cosas en verso, para que lo leas ahí arriba.

Así que tengo delante tu foto, la primera foto que todos los del curso tenemos de tu secreto amor, que estabas allí arriba, inaccesible en tu alto balcón del aire, que te tenían encerrada, muchacha del corral de los Olmos, pero que nos ha llegado tu foto y en su contemplación te escribo, ya tenemos tu perfil renacentista, griego, romano, tartésico, quizá, tan nuestro, tu imagen detenida entre las páginas de un libro de versos con una hoja de azahar que la primavera secó entre lágrimas por la plaza de la Alianza, a tus pies.

Y eres, muchacha de bronce de la alta torre del corral de los Olmos, dicen que eres, muchacha que ya tenemos con tu eternizada belleza de novia primera en la fotografía, nos han hecho creer que eres, guapa Giralda, cómo pensaba en ti cuando estabas lejos, que eres, Giralda, símbolo de esta ciudad que queremos tanto como a ti, que tanto como tú, ¿o eres tú misma?, nos enamora. Nos habían contando que eras símbolo de la intransigencia, de aquella Sevilla tridentina, que tu pandero remontado sobre alcores y aljarafes, lábaro para ver si iba a llover en las tardes de toros, era el signo integrista de la Sevilla que quemó a sus mejores hijos o que los extrañó, la que montó a Martínez Barrio en el barco de los monjes de San Isidoro del Campo, la que quemó la logia de Blanco White, la que metió en la cárcel a los que habían votado por Cernuda en las elecciones de 1931, la que fusiló en las tapias del cementerio a los poetas apócrifos del cancionero de Antonio Machado, la que le quitó el carnet de periodista a Bécquer, la que siempre hizo huir a sus mejores, a Cádiz, que era la Libertad, porque aquí, nos habían dicho, oh amada Giralda, no había más que Fe en la Victoria y Victoria de la Fe.

Pero miro ahora tu foto, muchacha de bronce, flor de las forjas de Sevilla, y veo que tienes alegre la tristeza y triste el vino. Que no eres lo que nos había dicho el padre espiritual en los últimos ejercicios espirituales, que a nadie persigues, que ningún Trento eternizas en las alturas. Sino que eres símbolo de vida, dándole siempre al aire esa media verónica con tu lábaro, conforme chirrían los goznes en la tinaja y cruzando van los aires los distantes vencejos, las oscuras panarras, qué serenidad tienen tus ojos de tanto ver Sevilla, cómo eres símbolo de tolerancia, de vida, cómo eres una antigua muchacha de Sevilla, escorzo de carne tu cintura, sangre de amor en siesta por tus piernas, pecho prohibido y alto, oh amada Giralda.

Y te declaro mi amor, que a todos nos has vuelto colegiales, distante interna de la Catedral, porque veo que eres el mejor símbolo de esta ciudad, tan querida como tú. Que nunca, amor, pudo mejor símbolo tener Sevilla que una veleta, una distante, bella, pecaminosa veleta como tú, Giralda, deseada muchacha de carne y bronce, sin venda ya en los ojos, que eres quizá la primera heterodoxa de aquella Sevilla que creía que había quemado a todos sus herejes. Hasta siempre amor, Giralda, bronce, sueño, juventud, sangre, aire, luz, quizá sólo aire, cambiante aire de una ciudad que tiene por símbolo una veleta, sé que a nadie nunca darás tu amor, Giralda, Sevilla, por eso te escribo esta carta triste en el viento de otoño.

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