Me equivoqué cuando escribí un día que La Habana es Cádiz con
más negritos. La Habana es Venecia con palmeras. La abandonada, decadente, sentimental
Venecia antillana se hunde en la Laguna Véneta de las negaciones y lágrimas de las
libertades. Por si faltaba un indicio racional a mi sospecha, el gato. En La Habana, como
en Venecia, hay gatos por las calles, rituales como vacas indias. El tirano puede con los
disidentes, pero su dictadura no llega a los gatos. Castro manda en Cuba bastante, pero no
hasta el punto de que mande hasta en el último gato. El último gato es un rebelde, un
contrarrevolucionario. Un gato que, como no entiende de barcos ni de controles de
seguridad, rompe por su cuenta el bloqueo interior y se acerca a Doña Sofía para que le
acaricie el lomo. Son orondos, patriarcales, rotundos los gatos de Venecia, adormecidos en
las orillas de los canales. Están héticos, escuchimizados, vareados estos gatos de La
Habana Vieja. Tiene que ser difícil vivir de las sobras de las cartillas de
racionamiento. Ya quisieran los dueños de los gatos de La Habana estar alimentados como
un gato de Nueva York. O quizá el gato era la reencarnación de alguien, del general
Weyler mismo, que dijo a la Reina:
--Señora, ni se le ocurra a V. M. sentaos en el trono del
palacio de los Capitanes Generales... Es el trono más hortera y cursi que hubo nunca en
las Españas. No es un trono; todo lo más es el sillón del presbiterio de una parroquia
de pueblo, para que se siente el cura mientras el coro de las catequistas canta el Credo
en la misa de la Patrona...
No sé si todo este revuelo de la visita regia servirá
para algo a efectos de los derechos humanos de los cubanos. Sí ha servido, de momento, y
bastante, para los derechos gatunos. Hombre, ya estaba bien de tanto prestigio de tener
perros, de esa exaltación social del perro. Con el tacto que siempre derrocha, la Reina
se ha puesto del lado de los que defendemos a los gatos por su independencia, por su
rebeldía, por su absoluta falta de adulación hacia sus dueños. Sabemos que a la Reina
le encantan los gatos y que al Rey le dan alipori. Iba Doña Sofía a acercarle el gato
habanero, y dijo el Rey castizo, con su farsa y licencia:
-- ¡ Ni muerto!
Y precisó luego a alguien del largo cortejo:
-- Yo es que los gatos...
Mal hecho, Señor. El Rey de todos los españoles tiene que
serlo de los españoles que les gustan los perros y de los españoles que nos gustan los
gatos. De Pablo Sebastián a Jesús Quintero, todo el mundo presume de tener un perro que
es primo del golden retriver del Rey. Ya era hora de que la Reina pusiera en su
sitio a los humildes gatos. Ojalá Doña Sofía ponga de moda los gatos como el Rey ha
puesto de moda los perros. Nada más libre e independiente que un gato. La Reina, con el
supremo lenguaje regio de los gestos, vino a decirnos que acariciaba a aquel gato porque
es el único que tiene verdadera libertad en La Habana.