HUBO UNA ÉPOCA DE
LA historia reciente, de la más triste historia reciente, a la que se
dio en llamar "la España de los maletines". El inicial
maletín portador de
documentos del ejecutivo, de los que se llenaron los aeropuertos en
los años del desarrollo, devino luego en lamentable contenedor de
fajos de billetes, negros de color por su origen y malolientes por los
destinos corruptos con que solían emplearse. Fue el final de la
mitología del maletín como símbolo de triunfo social.
Antes, en los aeropuertos, por los
despachos de dirección de los bancos, por los ministerios, veías a
un señor con un maletín y te parecía de consejero delegado para
arriba por lo menos, importantísimo, influyentísimo. Ahora ves a
quien lo porta y todo lo más llega eso tan difuso que ahora se conoce
como "un comercial", que es un vendedor, representante o
agente colegiado de toda la vida, más o menos cualificado. Pero si
ves entrar a alguien con un maletín en una sucursal de un banco del
Campo de Gibraltar, de la costa gallega de la droga, de momento tienes
que sospechar, y después, ya veremos. De símbolo del ejecutivo, el
maletín ha pasado a ser indicio racional del criminalidad en materia
de blanqueo de dinero o de corrupción. Ni siquiera pueden darse los
ejecutivillos activillos importancia por las salas de espera de los
aeropuertos y especialmente del Puente Aéreo de Barajas o del Prat.
Ay, aquellos en que los ejecutivos presumían de maletín, cuando
todos sabíamos que no llevaban dentro documento crucial de la empresa
alguno, sino el pijama, un cepillo de dientes, un peine, la maquina
eléctrica de afeitar y una muda de ropa limpia para pasar la noche en
Madrid o Barcelona.
Tan mala fama tiene el maletín, que
a un viejo compañero del colegio de los jesuitas, que tengo por
pionero de su uso, que le vi un Samsonite de superficie dura y gris,
allá por los años 70, me lo encontré el otro día en el Ave con una
cartera de piel. No una cartera de piel ministerial, negra y
reluciente, sino una cartera colegial. Una cartera de piel como la que
llevábamos al colegio con los cuadernos, los libros de texto y el
diccionario de latín. Con sus compartimentos interiores, con su
cierre como de solapa con su cerradura y su llavecita, con su asa
también de material. Me extrañó que mi antiguo compañero,
consejero de no sé cuántas empresas y presidente de alguna que otra,
estuviera instalado en la modernidad de sus negocios con algo tan
antiguo como una colegial cartera de piel, de color marrón. Mi
extrañeza quedó zanjada en el punto en que, viendo los ojos con que
le miraba la cartera, me dijo:
--- Mira, sí, he decidido volver a
esta cartera como las que usábamos en el colegio. Antes, que ahora
los niños usan en el colegio esas espantosas mochilas con ruedas que
parecen amas de casa que vienen de hacer la compra en el supermercado
de la esquina. ¿Y sabes por qué he vuelto a esta cartera de piel?
Pues porque como por mi trabajo tengo que ir frecuentemente a Suiza,
casi todos los meses, no veas las caras que tenía que contemplar, las
bromas, de los amigos o compañeros que me veían embarcar para el
vuelo de Ginebra con un maletín en la mano. Te lo puedes imaginar:
"¿Qué, a evadir dinero a Suiza, no?" ¿Y cómo los
convencías de que la central de una de las empresas que me da de
comer, poco, pero me da, está en Ginebra, y que tenía allí un
consejo de dirección? "Sí, sí, un consejo..." me decían
siempre, mirando con su risita mi maletín, vamos como si yo fuera
poco menos que el correo de los zares de la corrupción y las cuentas
en la banca suiza. Así que como no estaba dispuesto a más bromas e
indirectas sobre evasiones de capital, me compré esta cartera que
ves. Ha sido mano de santo. Incluso viajo a Ginebra mucho más que
antes, pero ya nadie que me ve en Barajas o en el Prat me gasta la
bromita del dinero B a Suiza dentro del maletín. Hasta ese punto
está identificada la idea de corrupción con la del maletín. Tengo
visto y demostrado que coges un avión de la Swissair con una cartera
de piel como las del colegio y no pasa nada. Todo lo más que puede
pasar es que te encuentres a Antonio Burgos y le des hecho un
artículo, como me parece que te estoy viendo en los ojos que se te
han puesto escuchándome. Pero, anda, que como te vean embarcar con un
maletín, lo que largan de ti por esas boquitas... Los testaferros de
los corruptos de la cultura del pelotazo son unos monjes de Silos al
lado de lo que dicen de ti si te ven salir camino de Ginebra con un
maletín en la mano..
Y aparte de todas estas
consideraciones éticas y morales en elogio de la cartera que mi amigo
me hacía, quedan las superiores y para mí decisivas: las estéticas:
el hermoso, antiguo, olor a cuero y a guarnicionería. Tengo que decir
en descargo de mi amigo que su cartera de documentos olía a cuero de
verdad. No como las nuestras del colegio, que eran de badana forrada
con una especie de guata gris, que salía a la superficie en cuanto le
pegábamos dos porrazos peleándonos a carterazo limpio, con lo que
dolían, con todo el peso del diccionario Spes de Latín y del libro
de Lengua de Guillermo Díaz Plaja dentro... Cuando me abrió su
cartera para mostrarme como un tesoro perdido y hallado, me vino de
golpe la memoria al olor del cuero que hemos perdido. El olor a cuero
de las trinchas del correaje de soldado en el campamento. El olor a
cuero que tenía la tienda del talabartero del pueblo. El olor a cuero
de aquellas botas de becerro que nos compraban para que duraran más
de un curso. Hay olores nobles. El cuero es un olor noble. Gracias al
noble olor del cuero, mi amigo el que viaja tanto a Suiza ahora con la
cartera de piel se ha librado de la mala fama de evasor de capitales
que iba tomando entre sus amistades. Un cartera de cuero, con ese
delicioso olor antiguo de la piel, no es posible que contenga el hedor
de la corrupción como esa bolsa hermética de basura que es al fin y
al cabo el maletín del ejecutivo.