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Como
en la preceptiva barroca de los Ejercicios Espirituales de San
Ignacio de Loyola, hagan la siguiente composición de lugar:
imaginemos como hipótesis de trabajo que en España existe un
sistema presidencialista y una ley electoral en plan asador de
Aranda del Duero, de vuelta y vuelta. Se han celebrado
elecciones para esa presidencia y la gente se ha llevado las
manos a la cabeza cuando han comprobado que aquel en exceso
alegre ejercicio de la actividad política, aquella
proliferación de la delincuencia, aquellos problemas de
inmigración y extranjería, aquella inquisitorial dictadura de
lo políticamente correcto, han traído este resultado en forma
de mazazo: un señor de la ultraderecha ha sacado el 17 por
ciento de los votos, y como la Virgen del Rocío no haga un
milagro, aquí podemos volver a las andadas, todos cara al sol
con la camisa nueva que nos acaba de vender la famosa cajera del
Hipercor.
Sigan imaginando de lo que hubiera ocurrido en España, y
pónganse a preguntar, y tiemblen, además, mientras se plantean
estas cuestiones: ¿hubiera aquí votado la izquierda a un
señor de derechas para evitar que el propio sistema
constitucional se ponga en peligro? En una segunda vuelta y tras
el toque a rebato de la propia permanencia del sistema,
¿hubiera sacado aquí el 80 por ciento el señor de la derecha,
con los votos de los socialistas, de los verdes, de los
radicales, de los comunistas? ¿Hubiéramos tenido aquí la
madurez política colectiva de considerar que hay veces en que
lo más progresista es lo más conservador, empezando por
conservar los propios palos del sombrajo del sistema?
Si han imaginado todo eso, dejen ya de imaginar. Porque,
mutatis mutandis, esa hipótesis de trabajo se ha dado aquí. Y
puede llegarse a la conclusión de que si Francia estuviera
habitada de votantes españoles, a estas horas tendrían de
presidente a Le Pen. Vamos que si lo tenían... Porque aquí el
sistema no sólo ha estado en peligro, sino que lo sigue
estando, con un pasado de 800 muertos y con un horizonte de
pistolas, coches-bomba y extorsiones. Más xenófobo y racista
que Le Pen es Otegui o el último concejal batasuno de un
ayuntamiento vascongado. Y aquí cuando el propio sistema está
en peligro, amenazado por ultras bastante menos ultras que Le
Pen, un señor de derechas como Aznar no ha conseguido que la
izquierda piense que los intereses de la Constitución deben ser
la máxima prioridad de todos los partidos. No hay que imaginar
qué hubiera ocurrido aquí con Le Pen porque sabemos, ay, lo
que ha ocurrido con la Ley de Partidos. Aquí no hemos sido
capaces de unirnos para parar a los ultras xenófobos y
racistas. Madrazo, el otro y el de la moto cogen papel de fumar
y dicen que eso no es democrático. Quién fuera francés...
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