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El Recuadro   

 Antonio Burgos
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El Mundo de Andalucía, martes 15 de julio del 2003

  ¿QUIÉN HACE ESTO?    Abel Infanzón de hoynewchico.gif (899 bytes) 


ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Oyendo al afilador 

Por las esquinas del pueblo, a la hora en que antiguamente las campanas de la torre de la parroquia tocaban el Ángelus, se oye de pronto la sinfonía pastoril de la flauta del afilador. Sus notas musicales son como una escalera para subirse a los recuerdos. Notas de la escala arriba, notas de la escala abajo, ni el viejo armonio de la iglesia suena de hermoso y antiguo con los caramillos de la zampoña del afilador. El afilador suena a costumbres de toda la vida, suena a cántaro yendo a la fuente de los tres caños, suena a carros de mulas volviendo a la tarde de la era con los costales preñados de trigo, suena a alberca ensombrecida por el paradisiaco olor de la higuera.

Y de pronto, cuando estás evocando todo un mundo de sonidos y de olores perdidos al escuchar la flauta del afilador, ver aparecer por la esquina un coche, lento, solemne, pausado, con un altavoz en el capó. De ese altavoz empiezan a salir los sonidos del pregón del afilador, que te sacan del sueño del tiempo dormido:

-- ¡Ha llegado el afilador, se afilan los cuchillos, las tijeras, las hachas, los machetes...!

Y estás por hacerle una foto al afilador motorizado, pero no hay mejor foto que la memoria ni retrato más exacto que la palabra. Si yo ahora le echo una foto al coche del afilador, apreso la imagen de esta hora, pero la cámara digital nunca me sacará el paisaje del alma de los recuerdos de estos oficios. Nos ha sido dado el privilegio de contemplar la Edad Media y de admirarnos de la civilización postindustrial sin salir de las esquinas de un pueblo andaluz, y todo gracias al afilador. De niño yo veía aquel afilador medieval, con su boina y su rueda de amolar que arrastrando llevaba, y a la que cuando las vecinas sacaban un cuchillo de matanza, le daba la vuelta, la dejaba como en un trípode, y con el pie le iba dando a la polea que la movía. La piedra echaba chispas sin edad, chispas de la velazqueña fragua de Vulcano. Poco más tarde, el afilador instaló sus trebejos en el transportín de una bicicleta. Seguía tocando la misma zampoña pero ahora, cuando las vecinas le traían el cuchillo de la cocina, sacaba un reposapiés a la rueda trasera, se montaba en el sillín vuelto de espaldas y pedaleaba ingeniosamente para girar la piedra de amolar. Años más tarde, seguía tocando el mismo caramillo pastoril, pero lo mismo que con la bicicleta hacía ya con una moto. Veías al afilador motorizado y te dabas cuenta de pronto del progreso de la cultura material, recordando aquella rueda medieval, como de una narración galaica de Alvaro Cunqueiro, desaparecida hacía apenas unos años que parecían toda una eternidad. Aquel afilador de la moto debía de ser el padre de éste que ahora, con su coche, va recorriendo lentamente las calles del pueblo. Las nietas de aquellas vecinas sacan para amolar ya no herrumbrosos cuchillos de lumbre y de fogón, sino relucientes piezas de acero inoxidable de la oferta de la teletienda. Lo único que no ha cambiado en el tiempo es el sonido de la flauta del afilador. Suena a Edad Media en el pueblo con los tejados cubiertos por las paelleras de la televisión digital.

Vino nuevo en los viejos odres de los oficios. El altavoz sigue repitiendo el rito del viejo pregón por las esquinas. Y sigue sonando la misma flauta. Mágica flauta del afilador, Mozart de los balcones y las azoteas, a cuyo conjuro se sacan de las cocinas panoplias enteras de cuchillos, o salen de las más secretas cajas de la costura las tijeras más exactas para las perdidas labores de hilo y aguja. El pregón, con su zampoña, dice que ha llegado el afilador. En realidad, nunca se ha ido el viejo afilador con su rueda galaica, rueca que tejía nuestros sueños de niño.


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