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                palabra es hermosísima, alpechín. Pertenece al contradictorio
                ciclo arábigo-andaluz de nuestra muy romana cultura del aceite.
                El Monte Testaccio de Roma está formado, como saben, por los
                tiestos rotos de las ánforas de alfar en las que llevaban el
                aceite de la Bética a la capital del Imperio. Mayormente, para
                que ni a Trajano ni a Adriano, que se acordaban de su tierra,
                les faltara aceite en la tostá del desayuno. Sus súbditos eran
                muy listos, se olían la tostá y les llevaban el aceite a
                cántaras. Gracias a que quien rompe paga y se lleva los tiestos
                al Testaccio, los arqueólogos pueden levantar ahora el mapa de
                la producción aceitera andaluza de la romanidad. Buscando,
                buscando entre trozos de aquellas ánforas de las que los
                cántaros de Lebrija son legítimos herederos, los arqueólogos
                hasta te dicen quién era el Guillén de la época, y quién el
                Ybarra, y dónde tenía los molinos la Hojiblanca antequerana de
                entonces, y hasta encuentran restos de envases marca 1881 antes
                de Cristo. Nuestra cultura del aceite es
                completamente contradictoria, porque siendo tan romana en sus
                raíces y en su grandeza, casi todas sus palabras son más moras
                que una patera. De momento, la propia palabra aceite, frente a
                la latina óleo. Los óleos romanos no permanecen más que en su
                uso sacramental, y seguramente por el latín de la Iglesia hasta
                el Concilio Vaticano II, que lo quitó sin consultar a la Unesco,
                como decía Santiago Amón. El habla andaluza no dice en latín
                el nombre del dorado jugo del fruto del olivo hasta que un cura
                se lo impone como último sacramento a un enfermo. Sólo en ese
                caso es el santolio, el santo óleo de nuestra cultura aceitera.
                En pura romanidad andaluza, tenía que ser el "santaceite".
                Pero no es. Como no es molino aceitero,
                sino almazara. Y la vasija donde el aceite se guarda es también
                omeya o almohade pura, la alcuza. Como es moráncano puro el
                alpechín, que como en mozárabe significa literalmente "la
                hez", el Diccionario de la Academia Española aprovecha que
                el tren para en Villarrubia para ponerlo auténticamente como
                los trapos: "Líquido oscuro y fétido que sale de las
                aceitunas cuando están apiladas antes de la molienda, y cuando,
                al extraer el aceite, se las exprime con auxilio del agua
                hirviendo". ¿Qué le ha hecho a la Academia el alpechín
                para ponerlo como los trapos? Pues le habrá hecho, quizá, como
                al Guadaira (otro arabismo), que me lo han puesto perdido de
                alpechines, por lo que los civiles han prendido a los guarros
                que lo siguen tirando al río, en la suprema ley de esta
                Andalucía que se tiene por tan limpia y tan encalada: "No
                se preocupe usted, tírelo usted al suelo..." Con las disposiciones contra el
                vertido de alpechines la verdad es que perdemos un sentimental
                olor de nuestra infancia, cuando los pueblos de noviembre olían
                a alpechín. Pero gana mucho la pureza de las aguas de nuestros
                ríos, la transparencia de nuestros arroyos. Ay, arroyo de
                pueblo andaluz, nadie te ha hecho el elogio literario debido. El
                Guadalquivir es el Saturno lírico que devora el prestigio
                literario de sus arroyos. Sólo nos acordamos de Santa Bárbara
                cuando truena y sólo nos acordamos de nuestros arroyos cuando
                dicen aquí estoy yo, se salen de madre en un temporal y arrían
                esa barriada que se hizo en sus dominios, pues es sabido que las
                corrientes de agua son comunistas, como Gordillo o Cañamero, y
                que no reconocen las escrituras de propiedad e invaden todas las
                fincas que son suyas. Los arroyos andaluces no entienden de
                Planes Generales de Ordenación Urbana y cuando se ponen
                farrucos arrían todo lo que inmemorialmente era suyo. Desde el
                tiempo de los moros. Desde el tiempo de los moros que le
                pusieron sus nombres a la romanidad del aceite. En el olivar es
                oro de aceite todo lo que reluce con nombres arábigos para la
                cultura romana. Sobre la cultura del aceite, en El RedCuadro: El primer aceite  Jazmines en el ojal- Una tostada con aceite Jazmines en el ojal- Tres ritos de pan y aceite Los cursis "gourmets" del aceite 
  
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