ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Manifiesto en el Arenal

EL anuncio de la novillada que viene en el periódico trae la silueta de un toro negro zaino, afilado de pitones, encampanado. Recuerda al que los taurinos llaman el Toro del Coñac. No trae, como antaño, una cabeza de toro como las que presidían, disecadas, las carnicerías y que le sirvió a Carmen Laffón como motivo de su cartel, tan delicado que parecía que acababa de salir entre algodones sepias de la máquina plana con tipos de madera de la Imprenta Acuña de la calle Placentines, junto a la casa de la Mitra donde don Ángel Urcelay y Miguel Vázquez Garfia enseñaban sus bailes de uva y trigo a los seises de la Escolanía, barruntando octavas del Corpus. Y en ese cartel del festejo, dos breves líneas que anuncian nada menos que la recuperación de un rito perdido, en esta Sevilla que tanto presume de tradiciones y que tan insistentemente las olvida y arrincona: «Esta novillada quedará de manifiesto en víspera del espectáculo en horario de 18 a 21 horas».

El manifiesto... Vuelven los utreros de las novilladas de mayo a estar el sábado de manifiesto en el corral del reconocimiento de la plaza de los toros y a los antiguos muchachos del barrio nos quitan un chaparrón de años de encima. Qué maravilla de ciudad, que de vez en cuando te permite bañarte dos veces en el mismo río de la playa de María Trifulca o volver a la infancia, al contemplar los novillos que pastueñamente esperan los clarines de la tarde de ilusiones de unos muchachos.El manifiesto... La palabra tenía para nosotros algo de blasfemo. Manifiesto era cuando exponían a Su Divina Majestad en la oscura capilla del colegio de la Doctrina Cristiana de la calle Guzmán el Bueno, y cantábamos todos, ¿verdad, Vicente García Caviedes, verdad, Antonio Dubé?, el lastimero cántico: «Vamos, niños, al sagrario,/que Jesús llorando está».

Jesús estaba llorando en la custodia con la que el capellán que nos confesó para la primera comunión en Heliópolis nos bendecía al final del manifiesto. Por eso nos sonaba a picardía que a aquel rito de las tardes de vencejos y jacarandas lo llamaran así: manifiesto. Entrábamos por la puertecita pintada de color burladero que había al final de la calle Gracia Fernández Palacios, o por la otra, por Iris, junto a la Contaduría. Subíamos la escalera como de servicio de casa bien, y se abría el largo corredor de la barandilla. Un empleado de la plaza, con gorra como de policía armada, sentado en una silla de enea, un puro medio apagado y a medio consumir en la boca, vigilaba el orden, nos llamaba la atención:

-¡Niños, no llaméis a los toros!

Porque todos ensayábamos el «jé, toro» que le habíamos oído a Jaime Malaver, a Manolo Zerpa, a Antonio Cobo, ídolos de nuestras novilladas de mayo. Abajo, en el corral, junto a los burladeros aún de madera, todavía no de cemento, estaban los seis novillos de mañana. De Prieto de la Cal, de López Plata, de Escobar, de Anastasio Martín. Nos quedábamos acodados en la barandilla, absortos, mirándolos. Oliendo a campo. El Arenal olía a campo en las tardes de manifiesto. Es como si a la calle Adriano hubiera llegado un trozo de marisma o de dehesa. Soñábamos ser toreros y que aquel colorado, el 157, era el que nos iba a tocar para nuestro debú en Sevilla, cuando íbamos a llevar un vestido blanco y oro, como en una primera comunión con las ilusiones. Los novillos se movían, se echaban, escarbaban, se acercaban al pilón del agua, al pienso. Como cien gramos de Venta de Antequera de Feria antigua metidos en el Arenal. Estaba el tiempo detenido en la tarde que iba cayendo, y quizá oíamos los cencerros de los cabestros que acababan de traer andando por el Paseo Colón.

Hemos vuelto al manifiesto de la novillada de mañana . Ya no está aquel empleado de la gorra y el puro, sino un vigilante de seguridad. La barandilla es la misma. La misma es la puertecita colorada de la calle Gracia Fernández Palacios, junto al azulejo cervantino. Estos novillos que ves en esta tarde de vencejos y jacarandas son los mismos que entonces. Ruperto, El Coriano y Gallardo no hicieron nunca aquel paseíllo, lo van a hacer mañana. Y tú sigues soñando con ser torero y con debutar de primera comunión y oro en la plaza de la ciudad del eterno gozo de las vísperas.

 

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