...Yestaba
allí la túnica planchada, extendida sobre la cama, como el
vestido de un novillero que fuera a debutar en la
Maestranza. Y sobre la silla, la tela del antifaz extendida,
relucientes los colores del escudo con gallo, columna y
tiara, estaba el secreto puntiagudo del alto capirote. Y a
los pies de la cama estaban las sandalias que me compraste
en casa de Angelita la de la calle Cuna, cuyas suelas aún
tenían la cera de la última estación pegada con briznas
de cáscaras de avellana de la calle Sierpes. Y estaban
allí tus manos, la serenidad de tus manos junto a mis
nervios de nazareno:
--Espérate, que llevas la cola mal puesta, un nazareno
no puede ir con la cola de esa forma...
¿De dónde sacabas aquel imperdible certero, de qué
regazo de cariño, para colocar la túnica con el pliegue
exacto, sin que se notaran tus manos sacando y metiendo
ruán por encima y por debajo del esparto del cinturón? Era
el rito de aquella tarde que vuelvo a vivir. No me he dado
cuenta, pero has llegado con el vaso de leche y lo has
puesto sobre la mesa del comedor, junto a la radio de
cretona. Hay un plato de torrijas, hechas por ti, las
mejores torrijas de Sevilla; ni La Campana, ni Ochoa,
ni La Española, las mejores torrijas de Sevilla son estas
que me haces cada año para este día que salgo de
nazareno, en que tus manos vuelven a decirme, siempre por el
camino más corto, el que llega a la infancia:
--Anda, tómate una torrija y el vaso de leche, que
después sabe Dios a qué hora entrará la cofradía...
Me enseñaste los secretos de Sevilla, me
enseñaste a comprender los silencios de Sevilla. En aquella
cofradía, con aquella túnica negra, con aquel cinturón de
esparto, tus manos no podían acercarme un bocadillo a la
Puerta de los Palos. Tus manos tenían que quedarse en casa,
con el plato del vaso de leche, con el mimo del penúltimo
tirón a la túnica:
--¿Llevas la papeleta de sitio?
Y luego, en la cancela, cuando bajábamos la escalera de
azulejos con escenas del Quijote, antes de ponerme el
capirote en el mármol del portal, el último beso, que
todavía lo estoy sintiendo, que todavía me estoy tapando
la cara con el antifaz que lleva una columna y un gallo, y
tú me estás diciendo:
--¿Quién es el nazareno más guapo de Sevilla?
...Y luego que pasó el tiempo, tú seguías allí, cada
año, cuando iba contigo a ver pasar el Cristo. Y tus manos
que tantas tardes me pusieron la túnica estaban agarradas
al frío hierro del balcón, y me decías:
--Fíjate la cantidad de penitentes que lleva ya el
Cristo... Cuando tú salías nada más que iban dos o
tres...
Y eran tus mismas manos del balcón las que sabían todo
lo que no nos decíamos, y era la misma tu sonrisa:
--Anda, como cuando eras chico, tómate una torrijita
antes de irte, que sabe Dios hasta qué horas estarás por
ahí viendo cofradías...
Y seguías en tu balcón, qué nueva estaba la palma que
te traían cada año del Cabildo, palma de latines que tú
ponías con dos lazos de seda en los barrotes de la baranda,
y antes de irme, mientras seguían sonando los tambores, tu
misma sonrisa, tus manos:
--Venga, otra torrijita, tienes que comer para lo
muchísimo que andas estos días...
Ayer, que era Domingo de Ramos, sonaban los tambores,
pero ya no pude ir a verte mientras pasaba San Roque, para
que me dijeras lo bonita que estaba Gracia y Esperanza,
siempre por la Alfalfa en tu recuerdo de novia de la
primavera. Ayer, que era Domingo de Ramos, pasé, pero no me
atreví a mirar. No estaba en el balcón la palma nueva, ni
estaba tu sonrisa, ni estaban tus manos para darme una
torrijita. Ayer, que era Domingo de Ramos, estrené la
ausencia de tus manos sevillanas...
Antonio
BURGOS
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