Cuando la guerra del Golfo y los vertidos de
petróleo, aquel cormorán embadurnado el pobre en brea, que no se podía mover ni
levantar el vuelo, nos metió el alma en un puño. Estaban muriendo niños en Bagdad con
los bombardeos americanos y estaban quizá muriendo puertorriqueños de Mayagüez y negros
de Alabama en las gloriosas tropas del Oso del Desierto, porque los norteamericanos de
segunda categoría son los que la palman en las guerras imperiales, como eran los esclavos
los que morían por la gloria de Roma. Ahora tenemos otra foto del cormorán, que es ese
trágico barbo muerto en el Guadalquivir, con la boca abierta como queriendo quién sabe
si respirar el último aire de la primavera de la feria, los farolillos, la alegría, de
los caballos jerezanos, cuando el único agujero de ozono que preocupa a la ciudad
confiada es que no se levante la nube de albero más allá del punto de carraspeo de las
gargantas aliviadas por la manzanilla de Sanlúcar. Pero Sanlúcar, la tierra de la
manzanilla, donde el vino de Jerez cogió el barco vestido de marinerito para aniñarse y
hacerse más cante liviano, es ahora la orilla de la desolación de la quimera. No es
tiempo de sevillanas, sino del trágico villancico de la destrucción de la tierra: beben
y beben los peces en el río las aguas lodosas que vienen de la rota presa de
Aznalcóllar, mientras en esta feria de las responsabilidades todos se suben en el tren de
los escobazos y en el tubo de la risa, después que no supieron hacer cuanto debían y
convirtieron el paisaje en la más negra Calle del Infierno.
El cormorán del Golfo estaba al menos vivo y
el barbo de Villafranco del Guadalquivir, en la orilla marismeña de los toros de Escobar
y los barcos de Ybarra que bajan hacia la mar gaditana, está muerto. A nadie se le mete
el alma en un puño de coraje viendo la boca del barbo, inmenso agujero negro de los
metales tóxicos que las aguas traen. Si este cormorán de Doñana lo hubiéramos visto a
través de la CNN, en la primera página del New York Times, ¿dónde llegarían
los gritos? Lo peor es este silencio. Lo peor es, en el tren de los escobazos, este baile
de la escoba que se traen, a ver quién se queda con ella al final, sin que nadie repare
que es la empresa sueca la responsables. Aquellos polvos de entregar Andalucía a las
multinacionales a cualquier precio, servilmente, criados y camareros en la playa y el
tablao de Europa, betuneros en las industrias contaminantes del continente, traen estos
negros lodos del Guadiamar, que lloran los pinos del Coto esta vez no despidiendo a las
carretas, sino recibiendo los carretones de fango mortal, y las chumberas del Camino de
las Cigüeñas están negras de lodo, y a ese lirio peregrino que no pisaron los bueyes lo
has matado tú, carretero de querer llevarte los dineros a carretadas a cualquier precio,
al costo de cualquier belleza.
Hablan los ecologistas, hablan los zoólogos,
hablan los ingenieros, pero yo creo que deberían hablar también los poetas. Francisco
Candel escribió una novela que se titulaba Han matado un hombre, han roto un paisaje.
Aquí han matado la vida, han roto un paisaje, el paisaje marismeño, el paisaje de los
silencios de los pinares de Aznalcázar, el paisaje de la ancha Vega del Guadiamar, que no
es otra cosa que el Lago Ligustino, que el Partido de Resinas todavía pasta la memoria de
los toros de Gerión, una ganadería a la que Hércules le ha cogido la medida, el sitio y
los terrenos y les ha cortado las dos orejas a cada uno de ellos y ya piensa Zeus ponerlo
otra vez el domingo. Delito ecológico, sí, pero también delito de lesa belleza del
campo andaluz, de la orilla de su mar sanluqueña.
Ay, paisaje de la marisma, ay, riberitas del
río, ay, pinares del Guadiamar, hay lirios peregrinos muertos por la ambición de unos
hombres que tomaron a nuestra tierra por colonia conquistada, porque, antes, otros hombres
sin conciencia se la entregaron.