A lo
mejor estoy completamente equivocado. Ojalá lo quieran El de
San Lorenzo y La Que Está en San Gil, porque el asunto es de
Semana Santa. Que antes duraba siete días, de Domingo de
Ramos a Sábado Santo. Ahora las cincuenta y tantas semanas
del año, todas, son Santas. Quizá sea signo de los tiempos.
En las relaciones de la ciudad con la Semana Santa ocurre como
en las de pareja. Antes las bodas estaban llenas de misterio,
de pudor, de magia del tálamo y de ritos de la noche nupcial,
porque las doncellas llegaban vírgenes al matrimonio y los
novios no habían conocido más mujer que aquella a la que
juraban amor eterno. Ahora las bodas son la ficción de
sacramentar o inscribir en el Registro Civil a quienes, si no
viven juntos, están hartos de acostarse juntos. El tul
ilusión es una ficción. ¿Qué novia va verdaderamente de
blanco a la boda? La norma son las relaciones
prematrimoniales. Que le quitan todo el encanto a la boda, ora
sea por la Iglesia, ora por Viapol, esa Basílica de la
Macarena por lo civil donde se consume cada día buena parte
de la cosecha de arroz de las marismas.
Me
parece que esto de que la Semana Santa se haya convertido en
un culebrón dinerario y de poder, es porque se ha quebrado el
misterio, las nupcias de la ciudad con la fiesta con la
virginidad de antaño. La Cuaresma era como el noviazgo de
Sevilla con la Semana Santa. Sevilla le rondaba la calle a la
Semana Santa, se la ponía evangélicamente ataviada como una
novia, con torrijas en los escaparates, con capirotes en la
Alcaicería, con el nazareno misterioso en el balcón de Al
Siglo Sevillano. Sevilla soñaba con el Domingo de Ramos como
las novias con su boda. Había algo de verde prado en el que
se tendía un pañuelo de la boda gitana cuando aparecían el
Domingo de Ramos los primeros nazarenos blancos del Porvenir,
que era todo lo que iba a llegar nimbado de misterio, intacto.
Hogaño, ay, la ciudad mantiene todo el año relaciones
prematrimoniales con la Semana Santa. Ha perdido todo misterio
el rito nupcial del Domingo de Ramos, el primer martillazo de
los palcos, el primer camión de sillas que llega a la carrera
oficial. Sevilla y la Semana Santa son todo el año una pareja
de hecho, y ya, verbigracia, o verbidesgracia más bien, no
tiene el menor interés sentimental oír el primer tambor,
porque todo el año estamos con la tabarra de los tambores de
arte y ensayo. Quizá la Semana Santa, en este falso
esplendor, está en fase terminal, porque detectamos en ella
preocupantes síntomas de metástasis. De ahí este hartazgo.
Hay mucho sevillano que otros años, por estas fechas, andaba
como nervioso e impaciente, y al que ahora vemos con desgana
de Domingo de Ramos. Todo se ha prodigado tanto, que se ha
devaluado. Se ha perdido el misterio de las vísperas.
Pregones, ¿cuántos hay? Carteles, ¿cuántos? ¿Cuántas
parihuelas deportivas de levantamiento de pasos vemos por la
calle antes del primer palio verdadero?
Estuvimos
el otro día con un sevillano muy principal en cuestión de
cofradías, de los que en estos días andan en porfías y
pajarracas (Don Antonio el de la Magdalena dixit lo de
pajarraca). Comentábamos este sentimiento que advertíamos en
muchos sevillanos, antaño picaditos por la comezón
cofradiera y hogaño insensibles ante este virus seronegativo
la degradación expansiva. Y nos dijo:
-- Pues
tienes razón. ¿Te quieres creer que yo este año no tengo
ganas de Semana Santa?