ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


ABC de Sevilla,  29 de noviembre de 2018
                               
 

Pepita Saltillo

Es Sevilla en punto de la tarde. Su vecina la Giralda va a dar las dos. Por la calle Francos, con una bolsita mínima de compras en la mano, viene una pequeña gran señora. Como ella decía siempre que te comentaba una secreta noticia en su manifiesta completísima información sobre todos los resquicios sociales de las cuatro esquinas de Sevilla, "lo sé de buena tinta" que esta señora menudita, elegantísima, a la que nadie vio nunca sin sus tacones y sus estampados de leopardo, se llama María Josefa Sánchez-Dalp y Leguina. Es hija de Manuel Sánchez-Dalp y Marañón, conde de las Torres de Sánchez-Dalp y de Luisa de Leguina y Delgado, Baronesa de la Vega de Hoz. Nació en la casa de los Sánchez-Dalp en Monsalves. Pero desde que en 1952, en una boda de altísimo copete, se casó en La Magdalena con José Lasso de la Vega y Marañón, marqués de Saltillo, bodón del que fueron padrinos los Condes de Barcelona, lo de María Josefa Sánchez-Dalp y Leguina pasó a pronunciarse como "Pepita Saltillo".

Viene Pepita Saltillo por la calle Francos, con su bolsa, después de haber hecho su diario matinal jubileo por Macarro, por Casa Velasco, por la Peletería Reyes, por Meguerry, por Los Caminos, por La Ciudad de Sevilla. Es de las señoras que tienen dependiente de cámara y confianza en los grandes comercios de los largos mostradores con sillas para las clientas. Lo que estoy contando no ocurría en los años 60 o 70. Podías ver esa escena sevillanísima hasta poco antes del verano, cuando cumplió 90 años. Pepita Saltillo, elegantísima siempre, siempre con una sonrisa, siembre cariñosa con quien se encontraba, siguió cada mañana recorriendo sus recuerdos, sus grandezas, el esplendor de gloria de otros días, por una Sevilla que ya no existía. Lo había vivido todo, y seguía viviéndolo, hasta el último suspiro. Le faltaba el aire si no salía cada mañana a ver su Sevilla, desde su privilegiado piso de platas y porcelanas de Indias de frente a la Giralda, su vecina, en la mismísima Plaza de la Virgen de los Reyes. Lo sabía todo, lo había vivido todo, y le horrorizaba lo que contemplaba que iba viniendo. Como me dijo su sobrino el cura Ignacio Jiménez Sánchez-Dalp cuando con el repeluco de "Coronación Macarena" en el órgano le decíamos adiós en su parroquia del Sagrario, Pepita Saltillo murió con los tacones puestos. Fui testigo. Con sus 90 años encima no quiso perderse en Madrid, en Liria, la boda de quien llevará un día el título de su íntima amiga Cayetana, de Fernando Huéscar con Sofía Palazuelos. Estaba ya apagada, como en un adiós que veía acercarse, aquella gran pequeña y menuda señora que poco antes del verano, en la fiesta sorpresa que sus sobrinos, cuyo amor por Tía Pepita es envidiable, le prepararon en los altos de Oriza. Allí, con 90 años, yo vi cómo Pepita, con toda su sobrinería a la guitarra y al cante, se arrancaba a bailar por rumbas. No, no bailaba una rumba, queridos sobrinos de Tía Pepita. Tan gran señora desandaba los caminos de su vida. Estaba tan llena de vida porque allí, entre vosotros y vuestro cariño, y entre sus amigos, en los que tuve el honor de contarme, Pepita estaba desandando los lejanos caminos del Rocío con la Hermandad de Espartinas y con Pepe marido, con Pepe Lasso. O estaba volviendo a la Casa de Pilatos, al baile de debutantes que organizaba a beneficio de la Cruz Roja con Pablo Atienza, al vals de tules y chatones y esmeraldones donde está medio "Point de Vue", de Grace Kelly a Jacqueline Kennedy, de Marisol a tantas niñas de sus Irlandesas o su Colegio del Valle.

Todos nos sentíamos un poco como sobrinos honorarios de Tía Pepita. Todo lo sabía, y "de buena tinta": "Te diré..." Cada vez que la llamaba, me enteraba de unos fondones del alma y del ser de la sociedad de Sevilla que sólo ella conocía. Solía comentarle: "Hija, eres Pepita Press". No, era más. Era la última gran señora de una Sevilla que, ay, ya no existe. Ahora que la recuerdo, por la calle Francos, al final de cada mañana, con su inseparable chaqueta de dibujos de leopardo, sobre los tacones de unos zapatos que le ha regalado mi hermana Pilar Burgos, Pepita Saltillo traía dentro de aquella bolsita de compras la alegría de toda su vida entregada a sus amigos y a los demás, a la Cruz Roja, a la Hermandad de la Trinidad de Pepe Marido, o a las Hermanas de la Cruz, y la nostalgia de una Sevilla, ay, que ya se había ido mucho antes que ella.

 

 

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