ANTONIO BURGOS | ANTOLOGIA DEL RECUADRO


ABC de Sevilla,  2 de agosto  de 2020
                               
 

Martínez Barrio, sevillano

Publicado el 27 de junio de 1980

"Hay toda una estampa de la época, cuando proclamada la República el cardenal Ilundáin acude a felicitar a don Diego como ministro de Comunicaciones del Gobierno Provisional"

Tengo oído que en la calle Lirio se quiere poner una lápida recordatoria en ne la casa donde vivió su etapa sevillana don Diego Martínez Barrio, presidente del Gobierno y de las Cortes durante la II República.

 —Sí, al lado de allí precisamente había una casa de niñas…

 Con casa de niñas al lado o no, creo que es hora de que Sevilla, al margen de un republicanismo que ya no tiene razón de ser, rinda a Martínez Barrio el homenaje que se merece.

 —Pues no colocó gente don Diego en el Ayuntamiento y en el Alcázar; todavía tienen que estar en activo muchos que colocó don Diego.

 He pensado todas estas cosas porque don Antonio Alonso Baño me ha traído de París, donde lo ha editado, un volumen de «Homenaje a Diego Martínez Barrio». Principio quieren las cosas. En ese libro hay ya algunos materiales para esa biografía del Martínez Barrio sevillano que alguien tendrá pronto que hacer. Para mí que en la Sevilla política del siglo XX hay varios nombres determinantes: don Pedro Rodríguez de la Borbolla, el conde de Halcón, Pepe Díaz, Queipo de Llano… y Martínez Barrio. (A esta lista habrá que añadir luego los Felipes, Claveros, Sotos y Alfonsos Guerras, pero esa decantación histórica no la veremos nosotros.) Es una experiencia única adentrarse en las páginas de la biografía y encontrarse la grandeza humana de un personaje del que si hemos oído hablar ha sido para llenarlo de injurias y oprobios. Y por lo que llevo estudiado del período, me consta la buena fe de Martínez Barrio. Un detalle: a pesar de irse a Madrid, como todos los políticos sevillanos, en su casa de la capital se seguía poniendo todos los días el humilde potaje.

 Alonso Baño, en su libro, nos descubre visiones inéditas de don Diego. Su padre era albañil y su madre vendedora de mercado. Empezó a trabajar a los diez años, como aprendiz de tipógrafo y como escribiente, y luego en el Matadero que ahora acaban de cerrar. Fue concejal a los veintisiete años, por el voto de los barrios. En su candidatura a las legislativas de 1923, que convocó Primo de Rivera, hay un hecho poco conocido. Tras un incidente electoral, escribe Alonso Baño, «fue proclamado diputado el candidato oficial don Juan Ignacio Luca de Tena, el cual, caballerosamente, no aceptó el acta, negándose a tomar posesión de ella». «Desde entonces —añade Baño— data el respeto que mutuamente se profesaron.»

 En Martínez Barrio hay unas curiosas relaciones de amistad con otro sevillano injustamente olvidado, don Manuel Giménez Fernández, éste católico, aquél masón. O hay toda una estampa de la época, cuando proclamada la República el cardenal Ilundáin acude con toda su pompa de púrpura a la humilde casa de la calle Lirio, a felicitar a don Diego como ministro de Comunicaciones del Gobierno Provisional: «Como el coche no podía entrar por la estrecha calle donde vivía don Diego, hubo Su Eminencia de marchar a pie por el trayecto que faltaba.» Ahí está esa Sevilla de Visconti a la que tantas veces hago referencia, el Gatopardo de dos épocas que se encuentran... «De Sevilla —dice Alonso Baño en este resumen de la vida de don Diego— quedaría el respeto de Luca de Tena, la visita del cardenal Ilundáin, la amistad de Giménez Fernández.»

¿Sólo eso? Creo que Sevilla debe dejar algo más en memoria del bueno de don Diego, por encima de las ideologías y los republicanismos. Fue un sevillano, que en este libro nos aparece emocionado ante unas tortas de Castilleja que don Ramón Carande le llevó a su exilio parisino, modesto y humilde, donde el mayor tormento no eran las injurias que le lanzaban en España, sino no poder ver el parque de María Luisa.

 

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