"En las hermandades los muertos que fueron mucho de la cofradía forman como una segunda junta"

Como ciudad donde la tradición pesa, en Sevilla cuentan mucho los muertos. Hay un constante recuerdo a ellos, unos funerales civiles que se celebran sin catafalcos y sin capas negras en un momento de la conversación en el que alguien cita una frase, un recuerdo, una idea... Cuando escribo el recuadro me doy cuenta de esta liturgia laica del toque de oración gramatical, y por lo que respecta a nuestro gremio periodístico, verán que aquí salen, y cuentan, y casi opinan, casi llegan a reencarnarse, los periodistas muertos, Galerín, Don Cecilio, José Laguillo, Diego Martín Núñez, directores de «El Liberal», don José Montoto, el Nene Serrano, Remigio Ruiz, Fernando López Grosso, una espadaña y unas monjas en los ecos de Pedregal.

Hay en Sevilla como un senado de los muertos, como una junta consultiva de los muertos, que marca muchos aspectos de la actividad de los vivos, aunque muchas veces llega uno a preguntarse si hay alguien vivo en Sevilla, si no estamos todos muertos en esta ciudad de gorogoris y cajas de pino. Y es en las hermandades donde más advierto esta presencia de los muertos. Gente que se fueron hace cinco, diez años, siguen muy presentes. ¿Habrá algún sitio donde se digan tantas misas de cabo de año como en Sevilla?

La cercanía de la muerte. Quizá sea una de las claves de Sevilla. La hermandad es como una gran familia, y lo sé por la mía, que aunque no esté apuntado, sigue siendo la de San Pedro. A través de la hermandad sabes esta cercanía de la muerte en Sevilla. El otro día me dijeron:

—En la Residencia se está muriendo Modesto Villarín...

Este «se está muriendo» es tan nuestro, como toque de agonía en el amigo que te para por la calle. Hasta que un día, por la mañana, suele ser siempre por la mañana, suena el teléfono, o ves el nombre en las esquelas del periódico, qué rito la lectura de las mortuorias, el recuadro donde todos, Valdés Leal, Mañara, Fabio, las esperanzas cortesanas, habremos de salir, Sevilla, un día:

—Ayer se murió Modesto Villarín...

Y evocas toda una etapa de la hermandad de San Pedro, de tu hermandad, cuando todos éramos jóvenes y aún no se había bordado el manto de la Virgen y las varas eran de palo pintado, y estaba de hermano mayor don Ernesto Gómez Miravé...

—Pues veinticuatro años ha hecho ya de la muerte de Gómez Miravé...

Y es que en las hermandades los muertos que fueron mucho de la cofradía forman como una segunda junta. Me dicen que ha muerto Modesto Villarín, siempre de fiscal de paso ante el Cristo de Burgos, y pasa ante la memoria todo un tramo de cirios apagados e idos de la cofradía: José García Alonso, el que tenía la tienda de tejidos en la calle Imagen; Isidoro Rodríguez Zaragoza, el de la fábrica de cartones; Manuel Aceytuno, de los viejos tiempos en que cada Miércoles Santo tenía que ir a reclutar nazarenos mercenarios; Manolo Moreno, la eterna gracia del chiste y de la zumba sevillana; Manuel Borrego, también practicante, como Manolo Moreno... Los evoco, ahora que se ha muerto Modesto Villarín, y veo cómo una cofradía sevillana está formada no sólo por los vivos y los que aún visten la túnica, sino por este barroco e hispalense retablo de ánimas de los que fueron y algo más que el recuerdo dejaron en cada varal, en cada talonario de lotería de Navidad, en cada sobremesa de las comidas de quinario... Y pienso ahora que una vara con crespones negros en la delantera de un paso es algo de la romanidad de Sevilla, como la estatua de nuestros lares y nuestros penates en el patio de la casa de todos que es la cofradía, la junta de gobierno de los muertos de la hermandad, que siguen siendo la hermandad misma.

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