|  | En
                la primavera de nuestra tierra hay dos floraciones: la de la
                naturaleza y la de la literatura. Las flores de los naranjos,
                las flores de las acacias, las flores de los jazmineros, las
                flores de las buganvillas, las flores de las jacarandas tienen
                una doble vida en nuestra luz. Están, por un lado, hermosas en
                las calles y paseos, trepando tapias y pintando de colores el
                atardecer y, al mismo tiempo, están floreciendo en poemas y
                coplas, en pregones y artículos, en pasajes de novelas o en la
                breve reflexión del refranero. ¿Cuánto se escribe cada
                primavera del azahar, cuánto cada Feria de las rosas, cuánto
                cada Rocío del lirio peregrino, cuánto cada Corpus del romero?
                En nuestra tierra, campera como pocas, tenemos paradójicamente
                una literatura urbana, que sólo se fija en la flora de las
                ciudades. Y cuando nuestra literatura se mete en el campo, se
                pone los botos y las espuelas y se monta a caballo como perfecto
                mirador de la medida del mundo, Villalón, Muñoz Rojas,
                Halcón, parece que lo haga con mentalidad de catastro y de
                cosechadora: se fija en la hermosura de los trigales, en la
                exacta geometría del olivar midiendo montes, en la blanda
                blancura del algodón, pero desprecia las evangélicas flores.
                Apenas en las letras del cante flamenco, de los fandangos de
                Huelva, están las flores adornando el campo andaluz por
                primavera. Un año más me han hablado las jaras de la sierra y me han
                pedido un poema en prosa de efímero papel, lamentándose de que
                cada primavera nadie se acuerda de ellas. Es un mensaje que me
                dejan cada año, en su blanca humildad de los barrancos. La vez
                primera me lo dieron un lejano mes de abril. Íbamos Sierra
                arriba, camino de Cazalla, acompañando al coche que llevaba
                muerto a un andaluz irrepetible, que puso a su tierra en el fiel
                de un ensayo tan esclarecedor como olvidado: José María Osuna.
                Aquel día que enterramos a José María Osuna en el romántico
                cementerio de Cazalla, yo dejé sobre su tumba unas humildes
                jaras que había cortado en el camino de chumbarbas y
                tomillares. Pasaron los años, y camino
                de las placitas de tientas de
                los cerrados de toros bravos de la sierra me las volví a
                encontrar y me repitieron su queja. Remedié como pude el
                olvido hablando de su inmenso amor a la libertad. Tan libre es
                la jara en el monte, que cuando se la corta y se la trae a la
                ciudad, se muere en el jarrón de la salita. Este año, desde las ventanillas del Ave os he vuelto a ver,
                jaras de los montes andaluces, compañeras de perros y
                escopetas. Pasa por Sierra Morena la línea de plata del tren y
                va escoltada por la blancura de vuestras flores. Nieve de jara
                en primavera sobre los montes, hermosura de jardín cerrado para
                pocos. Estos viajeros que conmigo vienen haciendo en el tren de
                plata la Vía del Calatraveño del Marqués de Santillana todo
                lo más se fijan en el azul Carretería, ¿o es morado Quinta
                Angustia?, de los lirios. Sólo se fijan en los breves capotes
                rojos de las amapolas, dando medias verónicas a la granazón de
                los trigales. Pero nadie, ay, se fija en vosotras, humildes,
                libres, montaraces, irreductibles, bravías flores de la jara.
                Nadie conoce ni vuestro olor ni vuestro nombre, ni la delicadeza
                de vuestras blancas hojas, ni las ramas aceitosas que os cobijan
                junto a las tapias de pizarra que hicieron los segadores
                portugueses cuando hasta el último palmo de nuestras tierras se
                sembraba de trigo. Aquí tenéis vuestro homenaje, flores de los jarales de las
                sierras, un año más, como me habéis pedido. Sabéis, como yo,
                que lo poéticamente correcto es escribir del azahar por
                primavera. Y sufrís, como yo, cuando oís los gritos del
                silencio ante vuestra belleza derrochada. Mientras, el tren de
                plata va a su negocio, Sierra arriba, camino de la Mancha, y no
                tiene tiempo para enamorarse de una blanca y humilde flor, moza
                vegetal que nunca encuentra un Marqués de Santillana que le
                escriba una serranilla. Sobre este tema, en El RedCuadro: 
            La
        libertad de la jara   Ya ha florecido el azaharUn chute de azaharUn hallazgo en la luzLa primera jacarandaPoema de las acaciasMagnolias El Jazmín,
        elegancia de una flor Albahaca, la
        caricia de una planta El esplendor de la jacaranda El mensaje de la acacia     
 
 Hemeroteca de
                artículos en la web de El Mundo   Biografía de Antonio Burgos   
 Libros
de Antonio Burgos en la libreria Online de El Corte Inglés Libros
de Antonio Burgos publicados por Editorial Planeta -   
  Correo 
 |