EN LAS ESTRECHAS
calles de la ciudad, los capirotes colgados en los comercios medievales
eran como un pregón de la Semana Santa. En los escaparates de
las dulcerías, las torrijas, henchidas orgullosamente en miel, se
pavoneaban en su dulce vanidad ritual. Por el campo de la feria, en el
alfoz, se levantaban los palos de los farolillos, las casetas, los
paneles de la portada, qué largas son siempre las vísperas de lo
efímero. Pero supe de la llegada de la primavera porque el apoderado
del torero, como todos los años por estas fechas, me llamó con la
invitación de siempre:
-- ¿Vienes también este año con
nosotros al tentadero en casa de Juan Pedro?
-- Por descontado: si no me llamas para
convidarme y si no voy, parece que no ha llegado la primavera...
Y todo fue como siempre, el coche de la
cuadrilla con el conductor de siempre, con su silencio de siempre. El
banderillero de confianza de siempre. El coche nos está esperando a la
puerta del hotel torero de siempre. A la hora de siempre. Y por el
camino de siempre vamos hacia el campo de siempre, donde están los
toros con la V antigua de Veragua, con la divisa blanquirroja. De la
Vega del ancho, lento río, vamos subiendo a la sierra. Está, como
todos los años, fresquita la mañana:
-- Se ha quitado la neblina hace un
momento --dice alguien, siempre dicen que se acaba de ir la neblina.
Y están allí, desafiantes, en las
cunetas, en las veredas de carne que llegan hasta la carretera, las
jaras florecidas. Somos tan urbanos, que toda la primavera se nos va en
azahar de los naranjos en flor de la ciudad, en buganvillas de sus
tapias, en acacias blancas de sus aceras. Con la de gente que se mete en
carretera camino de la parcela y de la casita adosada los fines de
semana, no he leído todavía en el periódico una carta al director
felicitando al Creador por lo bien que le salen cada primavera las jaras
florecidas en el camino de la sierra, el que nosotros recorremos
ritualmente en el coche de cuadrillas cuando vamos al tentadero de
eralas en "Lo Alvaro".
Nadie se acuerda de vosotras, humildes
jaras. Nadie recuerda ya aquel cante. ¿De quién era? ¿Del Cojo de
Huelva, que era de por aquí? ¿O incluso llegó a cantarlo acaso Miguel
de Molina?
Una cordera blanca
que yo tenía
con la flor de la jara
se mantenía...
Con la flor de la jara se mantiene esta
fidelidad a la belleza de los caminos de la sierra de nuestro rito anual
del tentadero. Cuando apunten dorados los trigales, las jaras se habrán
ido, y todo esto enrojecerá de amapolas. Pero hasta que suenen
cascabeles de coches de caballos y se oigan los clarines que anuncian en
el albero que este hombre que va ahora sentado junto al conductor va a
matar dos toros, por estas cunetas serranas estará en libertad la
blanca flor de los jarales, con sus pétalos desafiantes. Tan bellas,
que a la vuelta del tentadero, cumplidos los ritos de la faena y tras
ser atendidos por la hospitalidad del ganadero, le dijimos al conductor:
-- Cuando vea usted unos jarales buenos
donde podamos parar sin peligro en un ladito de la carretera, voy a
coger jara.
Fue como unos dos kilómetros más
adelante. Junto a los pilares de pizarra que daban entrada al carril de
una dehesa, las jaras arrebataban las cunetas y unos altos que había.
Paró el coche y ante la extrañeza de los toreros, como si estuviera
cogiendo espárragos trigueros, me puse a apañar untosas ramas de los
jarales, con las blancas flores. Hice dos buenos manojos, que el mozo de
espadas metió en la parte de atrás del coche, con los esportones de
los avíos. Al llegar a casa y entrar con los ramos de jaras, pareció
la sierra la que llegaba, y que Isabel recibía a su propia tierra,
poniendo en agua las ramas de los jarales, en un jarrón de loza
cartujana. Me dijo:
-- Se ve que eres de la capital y que
no eres de la sierra, cuando ibas de veraneo ya no había jara...
-- ¿Por qué me lo dices?
-- Yo no te digo nada, pero verás
mañana por la mañana.
Todavía antes de irnos a dormir le
elogié dos o tres veces más el olor a monte bajo que había en el
salón, como adivinando el lentisco, la chumbarba, el tomillo y el
orégano. Y a la mañana siguiente, cuando me pegué el madrugón de
cada día para meterme en el escritorio, supe al llegar al salón por
qué Isabel me había dicho las enigmáticas palabras de su saber
serrano. En el jarrón estaban, con sus tallos untosos de resina, las
ramas de los jarales. Pero no quedaba una flor. Todos los blancos
pétalos habían caído al suelo. Parecía que era una calle de barrio,
y que iba a pasar la procesión de Su Divina Majestad. Llegó en esto
Isabel. Me dijo:
-- ¿No te dije anoche que lo que te
dije? ¿Es que no sabías que la jara es tan libre que no resiste la
cautividad, que le pasa como a las magnolias o a los gorriones?
Desde aquella mañana me englorio más
con el recuerdo de aquellas jaras, que echo en falta cada vez que paso
por el salón y veo su cartujano jarrón vacío. Yo sabía que las
blancas jaras eran el hermoso pregón de la primavera en la sierra.
Yendo al ritual tentadero de cada mes de marzo, hogaño he aprendido que
la jara es también flor para la libertad.