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Domingo, 24 de octubre de 1999

Antonio Burgos: Jazminez en el ojal

 

Una talega en el Palace


UNA VEZ ME PREGUNTARON QUE dónde me gustaría vivir y cómo. Dije que en el Cádiz de las Cortes, pero con los adelantos de este final de siglo. Es decir, en una casa de la Alameda, mirando al mar de la bahía, con mármol de Carrara en la casapuerta y caoba cubana en la viguería, con viejos espejos de azogue roto en los salones, con una biblioteca que guardara como un tesoro los prohibidos tomos de la Enciclopedia Francesa. Una casa gaditana de patio con brocal de aljibe y con quencias, con una azotea hecha a la medida del viento de levante y de la charla del sol de las tardes de invierno. Pero como se trataba de una casa fuera del tiempo en el querido espacio del XIX, mi casa soñada en el Cádiz de las Cortes, oh, milagro, tenía antena parabólica para mantenerme informado de la emancipación de los virreinatos americanos a través de la CNN; tenía teléfono para que desde algún mentidero me comentaran chismes doceañistas: tenía un ordenador a modo de escribanía sobre una mesa del gabinete...

La otra tarde, en el hotel Palace de Madrid, Alberto Ebrat, mi anfitrión en la recepción, me llevaba al cuarto que me había asignado. Un cuarto tan de la Belle Epoque como todo el espíritu del hotel, donde recientes reformas habían incorporado todas las comodidades de una impersonal habitación de ejecutivos de un Hilton. Pensé de pronto que, por fin, había conseguido mi sueño de vivir en el Cádiz de las Cortes con los adelantos de nuestra hora. Había que hacer una pequeña corrección de tiro en los tiempos, pero la dirección de los sueños iba hacia el mismo territorio de la utopía. Faltaba la mar gaditana, faltaba un fondo de galeones y bergantines en las aguas de la bahía, pero viendo aquellos muebles, aquellas alfombras, aquellos espejos, aquel ambiente tan de los hoteles de M. Marquet, tan anterior a la I Guerra Mundial, me parecía que me iba a asomar a la ventana que daba a la Carrera de San Jerónimo y que de un momento a otro iba a ver pasar la carroza que llevaba a Don Alfonso XIII de regreso a Palacio después de su boda con Doña Victoria Eugenia de Battemberg. Y junto a aquella maravilla de ambiente con el tiempo detenido, en el escritorio, la protestación de fe en nuestro tiempo: el teléfono con la conexión de "data port" para el módem del ordenador portátil; el fax, reversible como impresora para el procesador de textos; el mando a distancia de la televisión por satélite; el equipo de música... Puse un disco compacto de María Callas y se redondeó el milagro del sueño contra el tiempo, la victoria sobre las horas y los días. En un ambiente de comienzos del siglo XX, con los adelantos de comienzos del siglo XXI, sonaba una de las más bellas voces de los mediados de la centuria.

En los asépticos, impersonales, funcionales hoteles de ejecutivos, los cuartos no te guardan ninguna sorpresa. Sabes que si estás en un Hilton o un Intercontinental de Asia te encuentras un cuarto de baño exactamente igual a un Hilton o un Intercontinental de Estados Unidos. Sabes que en el armario de un Meliá de España te encuentras el mismo largo calzador de plástico que en un Meliá de Sudamérica. Pero estos viejos hoteles históricos te guardan todo un mundo de sorpresas. Los armarios, ah, los armarios... Con todo lo ya olvidado. Con la barra en el reverso de la puerta, para poder colocar las corbatas. Con el frente de cristal en los cajones, para que puedas ver dónde has puesto la camisa que buscas. Con las perchas de mango, qué maravilla para nosotros los bajitos de cuerpo, esas perchas con su palo para que puedas alcanzar a colgarlas en la barra...

Y allí, oh maravilla de las maravillas, me encontré con la talega. Sí, como objeto de lujo y refinamiento, una talega para la ropa sucia. No una espantosa, impersonal bolsa de plástico, con lo de "Laundry" y "Room Number"... Era una talega de lienzo moreno de toda la vida, la talega de la ropa sucia de siempre. Qué maravilla, que en el espíritu fuera del tiempo del Palace haya un territorio no invadido por el plástico. La madera de las perchas era madera. El algodón del albornoz era algodón. El cristal de los frente de los cajones era cristal. Y la bolsa de la lavandería era una talega.

Si en todas partes, como en el Palace de Madrid, conserváramos a esta fidelidad a los materiales de siempre, a los objetos de toda la vida, eso saldría ganando la defensa del medio ambiente. Vi allí la muselina de la talega y pensé inmediatamente en los paisajes asesinados por el plástico. En la playa más alejada del otoño, cuando mayor es la belleza de la desierta orilla del mar, te encuentras de pronto con la bolsa de plástico que trajeron las olas. Te encuentras la bolsa vacía y rota de plástico, de hiperpermercado, de tienda, en la sierra más empinada, lejos de los caminos, bajo los olivos, sobre las peñas, entre las jaras, en las cunetas. Por eso pensé la otra tarde en el hotel Palace de Madrid que no hay nada más ecológico que la talega. La talega de toda la vida, La talega del pan, la talega de la merienda del colegio, la talega de los mandaderos, de los cosarios, de las criadas, de los soldados. Placer tan antiguo como todos los elementales: un par de huevos fritos con chorizo, una siesta con pijama, un telegrama con una felicitación en el día de tu santo...Una talega para la ropa sucia.

Al terminar la estancia en el hotel y acercarme a pagar la cuenta a recepción, me preguntó Alberto Ebrat si había estado a gusto en el cuarto que me había dado. Como estamos con esta prisa con que andamos hasta los que soñamos la lentitud del tiempo de otras horas, se me olvidó decirle lo que ahora con recado de escribir le mando, como una tarjeta con unos jazmines de agradecimiento. La talega del armario, Alberto, era tan sentimental que me parecía que todavía estábamos de excursión en los montes de la sierra del pueblo de tus abuelos, en unos campos donde todavía nadie tiraba una bolsa de plástico. El mundo entonces, como ahora en mis sueños, cabía en una talega de lienzo moreno.

 


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