CADA
VEZ QUE VOLVEMOS al pueblo de Isabel, que es el pueblo de los veraneos
de mi infancia, cuando la conocí, entramos por la carretera de la
Cuesta de los Molinos, donde
está la vieja Piedra de Santiago que recuerda que la villa fue
señorío jurisdiccional de la Orden. "¡La Orden cana!"
siguen diciendo como exclamación con tintes de blasfemia. Antes de
entrar en el pueblo, antes de llegar a la casa del viejo lagar
convertido en almazara cuando la filoxera arrasó las viñas de estas
sierras por donde vino Cervantes recaudando alcabalas y bebiendo vino
de Alanís y Cazalla, nos llegamos al cementerio, para poner unas
flores en el panteón de Daniel, entre el silencio de dos sierras
cuyos nombres son como la definición de los cuatro elementos. Sobre
el mármol del descanso de aquel hombre bueno, bueno, que cuidé como
a mi propio padre en tantas madrugadas de su enfermedad, llega el
silencio de dos sierras: la del Agua, la del Viento.
Por el viejo cementerio del pueblo no
pasa el tiempo. Si acaso, tras la Constitución, cerraron el corral de
muertos que era el cementerio de disidentes, donde enterraban a los
suicidas, donde estaban, mirando hacia la Meca, las tumbas de los moros
de los Tábores de Regulares, soldados desconocidos de una guerra civil
que en estas lápidas, ahí, sí que tiene nombres conocidos,
familiares, de los terribles asesinatos de aquel mes de julio.
El cementerio del pueblo, como todos
los de Andalucía, tiene la alegría de la cal, que es la luz que oculta
la pobreza de los corrales. Tiene sus cipreses romanos, pero también
florece el romero ahora que vengo en esta primavera adelantada que me ha
traído con la blancura de las jaras abiertas por todo el camino
conocido de bicicletas de la infancia, nombres de fincas de los amigos
que son como una letanía de tardes de merienda y gira: Toribia, La
Dehesilla, El Lagar de los Crespos, San Antonio junto al Cerro Monforte
donde veíamos el aljibe del tiempo de los moros al llegar a su cumbre,
a que Daniel, cuando joven, subía a caballo, antes de aquellos
asesinatos que entristecieron su casa y arruinaron su hacienda y que
ahora son unos nombres en estas lápidas queridas, sobre las que dejamos
unos claveles y unos lirios que hemos traído desde la capital.
Los cementerios son como espejos de la
ciudad de los vivos que en ellos acaba. Vas al cementerio de la gran
ciudad, al crematorio de la Almudena donde incineran a tío Antonio
Fernández Gallardo, y no conoces a nadie. Te pasa como en la ciudad.
Calles y calles de nichos y sepulturas sin que aparezca un nombre
conocido, como vas por las avenidas y los bulevares de la capital y no
te encuentras que nadie a quien saludar. En cambio, vienes al cementerio
del pueblo y es como si estuvieras por las viejas calles de empedrados y
bestias aparejadas camino de los cortijos de La Zarza, cuando eras
niño. Vas mirando los nombres de las lápidas y es terrible, pero les
vas poniendo cara a todos. Se lo dices a Isabel:
-- ¿Sabes que me acuerdo de quiénes
eran en más de la mitad de las lápidas?
Y queda callada mientras le voy
recordando aquel pueblo de los vivos en esta pueblerina ciudad de los
muertos, entre el silencio de las dos sierras, junto a los restos de la
antigua huerta del convento de San Francisco. Esa es Doña Cándida, la
que nos daba caramelos en su patinillo de quencias y aspidistras, cuando
íbamos a ver los periquitos que tenía en la hermosa prisión de su
colonial jaula de porcelana. Este es Quintero, el que arreglaba las
escopetas. Esta, Carbajo, el que tenía la solitaria casilla encima de
la Sierra del Agua, junto a aquella cueva en cuyo manantial nos hacían
beber, porque aquel venero, decían, tenía mucho hierro y era muy bueno
para que los niños creciéramos. Este, Jesusito el del estanco, el de
aquella covachita de paquetes de Peninsulares y de caldo de gallina, de
estanterías colgadas de la mecha de los yesqueros, y también está
Barragán, el del otro estanco, el que parecía el bazar de una
película del Oeste, entre ferretería y abacería, con las azadas marca
La Bellota, con las sandalias de goma de cubierta de ruedas de camión
para regar las huertas, con aquella piedra de sal enorme que ponían a
las vacas en los establos para que, tras lamerla, bebieran más agua y
dieran más leche. Están los ricos conocidos de la calle Camacho, ahí
está Balta, Baltasar López de Ayala y Cote, el nieto del escritor que
fue ministro de Ultramar y que proclamó la Gloriosa septembrina. Está
aquí aquel Balta, el último romántico que tocaba el violín, que
cuando entrábamos en su casa señorial del escudo de hidalguía en la
piedra del balcón nos enseñaba las armas de panoplia que había junto
a las armaduras en el oscuro escritorio de muebles Renacimiento, cuya
ventana daba al jardín romántico del merendero y las esculturas de
Venus y Diana. El que tenía un brazo más corto que otro y que venía
con nosotros a las excursiones trayendo una pistola con la que a alguno
dejó alguna vez que pegase un tiro sobre una botella de tercio de
cerveza de la Cruz del Campo puesta como blanco sobre una de aquellas
cercas de pizarra que habían hecho los portugueses a comienzos de
siglo. No están muertos estos nombres de las lápidas de mármol del
viejo cementerio de San Francisco. Es como si de pronto existiera
todavía y estuviera vivo el pueblo de la memoria, de los recuerdos.
Como sigue viva la bondad de Daniel, ahora que entre el silencio de la
Sierra del Agua y de la Sierra del Viento le dejamos unos claveles y
unos lirios antes de que sigamos al pueblo, donde da las dos de la tarde
el reloj de siempre en la torre de entonces.