La frutería
de Ayala
OTROS PROVINCIANOS, cuando van a Madrid, llevan a los niños a ver el
musical de moda, visitan la exposición temporal de campanillas que haya
en El Prado o en el Reina Sofía, acuden a las rebajas de Loewe, buscan
un libro agotado en las casetas de la cuesta de Claudio Moyano, o
simplemente van a dar cuenta de algo tan sencillamente insuperable como
unos huevos estrellados en los manteles de Lucio. Los provincianos que
subimos a Madrid, como antes los que bajaban a las almadrabas del
Estrecho, vamos a por atún y a ver al duque... o una exposición en
Conde Duque.
Cumplo con ese rito cultural madrileño de los provincianos cada vez
que puedo, que no es siempre. Hay días en que el asunto que te lleva te
impide hacer nada que no tenga que ver con los mandados que te ocupan o
con ese terror llamado almuerzo de trabajo, en el que ni se trabaja ni
se almuerza. Puede, por tanto, que se me vaya alguna exposición, aunque
queda el consuelo de que una buena librería especializada en asuntos de
Arte acabará trayéndome por encargo el catálogo. De las efímeras
exposiciones, a lo Quevedo, solamente permanece y dura el catálogo con
el prólogo de Jonathan Brown.
Aunque tenga que echar el día intentado ver en su despacho a dos
señores cuya única importancia es que están en Madrid: en Albacete o
en Palencia los quisiera yo ver... Aunque el almuerzo de trabajo se
retrase en la sobremesa hasta el punto de que dan las 6 y el convocante
te diga:
-- Bueno, en vista de que no hemos podido hablar de ese asunto
pendiente, no dejes de llamarme cuando vengas otro día, para ver si nos
vemos en mi despacho un momento y arreglamos eso de una vez, que por
parte de nuestra no hay el menor inconveniente...
Aunque tenga en contra los cuatro elementos y los cuatro vientos, de
lo que no me privo cuando voy a Madrid es de acercarme por el barrio de
Salamanca para contemplar una exposición única en España, que no
viene en las agendas culturales de los periódicos, ni la recomiendan
las revistas de orientación turística con mucho anuncio de tienda de
pieles que te encuentras en el cuarto del hotel. Saco el tiempo de donde
puedo para llegarme a ver la frutería de la calle de Ayala. No hace
falta comprar nada, porque tampoco es cosa de volver en el avión o en
el tren como iban los isidros a Madrid, cargados de bolsas de comida...
Voy a la frutería de Ayala para detenerme en la acera y gozarme en un
verso de Góngora: "El discreto y dulce oficio de mirar". Ni
la mejor composición de Giuseppe Arcimboldo le llaga a la frutería de
Ayala a la cesta de avellanas que está ahí, con el color único de
octubre, como si en esta primavera que viene por los chopos de la
Universitaria hubiera apresado el color del otoño... Ni el mejor
bodegón de Zurbarán tiene la calidad visual de estos fresones de
Aranjuez, de estas frambuesas, de esta sandía temprana, de este dulce
melón tan perfecto que parece escapado de las figuras de los cilindros
de la máquina tragaperras donde echan la mañana y se gastan la
pensión los jubilados del bar de la esquina.
Tiene el señor Vázquez, el frutero de la calle Ayala, de tal forma
montada su exposición (porque de una exposición cultural se trata, no
de un comercio) que la serena contemplación de sus mercancías te
produce el placer lírico de la sinestesia, la confusión de los
sentidos, como si estuvieras leyendo un poema de Juan Ramón Jiménez.
Cuando estás oliendo esas fresas es como si estuvieras tocando su roja,
sensual carne. Cuando estás mirando aquella piña oronda, gloriosa como
un Pantocrator en su mandorla, es como si estuvieras degustando todas
estas Antillas mayores y menores del dulzor de la guayaba, del mango, de
la casi obscena papaya. Huele a campo en estos espárragos especiales
para la plancha, y nunca viste unos tomates tan rojos, tan lustrosos,
tan cerúleos, como estos tomates. Y esa naranja empapelada... ¿Cuánto
hace que no ves una naranja empapelada, de aquellas dulzonas que tu
madre llamaba tontas cuando te las pelaba en el postre mientras te
metía prisa para que no llegaras tarde al colegio, que ya estaban dando
las dos y media en el reloj de la catedral?
El frutero de la calle Ayala me tomará por loco, como a los
canónigos que hicieron la catedral de mi pueblo, cuando me vea allí,
absorto en la contemplación de su machadiano rompeolas de todas las
delicias de las huertas de España, de los viveros del mundo: lo mejor
de Murcia, y los primores de la vega del Guadalquivir, y el Ebro más
delicado. La frutería, como decimos los de pueblo, tiene un ver... Y
una leyenda. ¿Cuál de estas manzanas estará mañana en la mesa de la
Reina Doña Sofía, con cuáles de estas verduras cumplirá su dieta
vegetariana? Ay, qué nostalgia de aquel Madrid de landós y de los
claros ojos de Doña Victoria Eugenia en Palacio, cuando estos prodigios
del comercio lucían el título nobiliario gremial de un rótulo bajo
las armas del Rey: "Proveedores de la Real Casa..."
Otros contemplan escaparates de joyerías, vitrinas de novedades en
las librerías. A mí me gusta echar el rato obligado en la calle de
Ayala. Voy como en peregrinación devota, para que mis sentidos ganen el
jubileo de la belleza. Y a la vuelta al pueblo, comentándolo estaba con
una amiga que goza de estos placeres y que también es romera del
jubileo de la calle de Ayala, cuando le dije:
-- Yo es que alquilaba una furgoneta y me lo compraba todo para
traérmelo.
Me dijo:
-- Pues yo no. Yo diría: "Envuélvame al dueño, que me lo
llevo para que ponga en Sevilla una frutería igual de
maravillosa..."
Mi amiga, claro, no pensaba que aquí, a falta de calle de Ayala,
tenemos la frutería de la Magdalena. Tan ilustre que antes estuvo al
lado mismo del Ateneo donde nació la Generación del 27...
(Publicado el
domingo 19 de marzo del 2000)
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