HABÍAMOS TERMINADO
LA cena, bien agradable y simpática por cierto, estábamos en la puerta
del restaurante y antes de las despedidas vino la
pregunta de siempre: "¿Traes coche?" Y ante la negativa
habitual de los que dependemos del taxi como forma de disfrute de la
ciudad, el ofrecimiento del amigo que por delicadeza se te convierte en
obligado conductor sin sueldo ni seguros sociales: "Pues entonces
te llevo". Y el aparcacoches, San Pedro con su enorme manojo de
llaves, trajo el auto. Y ya que no podía pagar la carrera del gentil e
improvisado taxista, convidé al menos a mi amigo a propina del
aparcacoches, figura por cierto que habla de la categoría de los
restaurantes casi tanto como los soles de la Guía Michelin.
Entiendo de coches
aproximadamente como un miembro de la sociedad protectora de animales
sobre la fiesta nacional: es decir, nada. Pero con los coches me pasa
como con los vinos, con los hoteles, con los pintores contemporáneos,
con las antigüedades, con las pasminas las amigas: que sé lo
suficiente como para distinguir lo bueno de lo malo, que ya es bastante.
Y también lo suficiente como para distinguir los coches viejos de los
nuevos. No porque mire los catálogos de propaganda que las casas de
coches mandan a casa, los anuncios de la televisión, que por cierto
cada vez parecen menos publicidad de automóviles, pueden ser a veces de
una colonia, de una agencia de viajes, de un disco nuevo de rock... de
todo menos de un coche. Distingo los coches nuevos de los viejos por el
olor. Ese olor a ricos que dan los coches nuevos. Ese olor a pobre que
dan los coches viejos.
Por eso, en cuanto
subí al coche del amigo que se brindó a llevarme a casa tras la cena
simpática, me las pude dar de experto:
-- Este coche es nuevo,
¿no?
-- Sí, mira el
cuentakilómetros, apenas marca los 3.000...
-- No, no te lo digo
por el cuentakilómetros, ni por las que llaman prestaciones...
-- ¿Por qué sabes
entonces que es nuevo?
-- Muy fácil: por el
olor...
¿A qué huelen, tan
inconfundiblemente bien, los coches nuevos? No hablo ya de los Jaguar,
los BMW, los Audi con asientos de cuero, esos cochazos que tienen los
amigos ricos, como el de Luis del Olmo, que nos montamos un día en
Barcelona y le dije a Mercedes, su mujer:
-- Mercedes, a este
coche vuestro sólo le falta Ambrosio ofreciéndote el Ferrero Roché...
No hablo de esos coches
de Ambrosio, de las limusinas de los jeques del muelle de Benabola en
Puerto Banús. Hablo del más modesto de los utilitarios, que da gloria
olerlos de nuevos. No sé si será la pintura, la chapa, la negra
materia plástica del salpicadero, las alfombrillas quizá impolutas,
pero es un delicioso olor de estreno. Si Adán hubiera tenido coche en
el paraíso, seguro que olía como este auto nuevo del amigo, que cuando
nos montamos nos recibe con ese aroma de creación del mundo.
Falta imaginación a
los creadores de perfumes, colonias y esencias para hombres. Igual que
para las mujeres sacan fragancias maravillosas con las blancas flores
del nardo, del azahar, de la magnolia, para los hombres deberían sacar
colonias de baño con estos olores machos, porque no me negarán que los
olores también deben de tener sexo. Hay olores machos y olores hembras.
Por mucho que ahora sea poco menos que anticonstitucional hacer
distinción entre los sexos, lo siento muchísimo, el olor a madera en
el aserradero es un olor macho, y el olor a hierba recién cortada es un
olor hembra. Y este olor de coche nuevo es un olor completamente
masculino, que deberían condensar en alambiques refinadísimos para
que, al ponérnoslo en forma de colonia, todos los hombres nos
creyéramos que acabábamos de estrenar coche, que es un momento de
felicidad no suficientemente valorado.
En todo aquel que tiene
coche hay como un deseo de perpetuar la dicha del olor de nuevo. Esa es
la causa del horror conocido como ambientador. Como usuario de taxi lo
tengo más que observado. Los taxis más destartalados, peor cuidados,
con menos limpieza, con los asientos más viejos, mugrientos y sobados,
son los que tienen colgado en el espejo retrovisor la silueta del
ambientador en forma de abeto. Ambientador que un día quizá ambientara
algo, que trajera a aquella pocilga rodante algún aroma, aunque
difícilmente podría contrarrestar tanta mugre impregnada durante tanto
tiempo. Pero la silueta con forma de abeto es ahora un mustio recuerdo,
como los tristes árboles de Navidad que se amontonan en los
contenedores de basura de la esquina en cuanto pasan la fiesta de los
Reyes Magos. Si en algo envidio a los amigos con chófer
("mecánico", es más elegante decir) es el olor a eternamente
nuevo con que los mantienen. Por lo visto no se trata de llevarlos al
túnel de lavado, de abrirles las cuatro puertas y meterles la
aspiradora hasta dentro de la guantera, como los domingos y fiestas de
guardar veo a los padres de familia echando la mañana en la estación
de servicio, tratando de poner sus coches de medio pelo como si fueran
limusinas de ricos, coches de presidentes de banco, autos de ministros.
No debe de ser cuestión de lavado, ni de espuma y laca, ni de limpieza
de bajo, ni de petroleado del motor. Debe de ser que los coches saben
cuando pertenecen a un rico y cuando son el instrumento de trabajo de un
currelante. ¿No dicen que las flores oyen cuando se les habla y se las
trata y cuida con cariño? Con los coches probablemente debe de ocurrir
igual, y saben que los chóferes de los ricos los tratan con mimo y por
eso responden con las fragancias de esos olores.
La realidad es que si
poco dura la alegría en casa del pobre, mucho menos el olor a nuevo en
su coche.