ME
ha dicho la luna, niña Rocío, que si amanece y ve que estás
dormida, como lo estabas ayer, que no era precisamente el
día de la bulería, es que ni tan siquiera embiste el toro de
la pena, sino que la vida, rojo, rojo clavel, no ha hecho
más que empezar. La larga vida de la inmortalidad del arte.
Si no cumplías años, porque como Pastora, como Lola, como
Concha, como Juana, las grandes entre las grandes y muy
especialmente las diosas romanas de la Bética, paisanas de
Escipión, no tienen edad ni tacos de almanaque que lo puedan
reflejar, ¿cómo vamos a sacar una platea para ir esta mañana
de jacarandas y buganvillas, de magnolios y amapolas a tu
debú en el teatro de la muerte?
Faro y viña chipionera, dulce
moscatel del malvavisco de tu voz, luz de poderío para
alumbrar los vapores de la belleza y que no se pierdan los
barcos de vela a la orilla del agua, tardará mucho tiempo en
nacer, si es que nace, que lo dudo, niña, otra con tu
poderío. ¡Qué tonadillera ni tonadillera! Qué plan, María
Quetajo, como decir solías: eso es minimizarte, mirarte con
los anteojos puestos del revés, esos anteojitos de marfil
del escaparate con cajitas de conchas y caracolas de Casa
Lluyot de Rota, por donde antes se veía a la Virgen de Regla
y, ahora apareces ya tú a su lado, cantándole, como en el
coro de la parroquia de Chipiona, el mismo «Salve Madre» que
ahora entonan por ti los rocieros en esas marismas azules
donde este año vas a celebrar el día de tu santo.
¡Qué tonadillera ni
tonadillera! Cantante, voz de España y de América, que lo
mismo tirabas por la veredita verde de los fandangos cabales
que te metías en la selva negra de las baladas
norteamericanas. Porque no te dio por la ópera, niña, que,
si no, hubieras mandado a María Callas a los albañiles.
Porque te dio por el flamenco que corría por las venas de tu
padre Fernando; porque te dio por la dulzura de las coplas
que tu madre te cantaba como ahora nos las dices tú al oído
a todos nosotros, desde el dulce sueño de la inmortalidad
del arte, a la memoria de este pueblo que te pondrá, y si
no, al tiempo, muy por encima de todo. Tú sí que serás La
Voz.
Eras, eres, seguirás siempre
siendo la paloma brava que abrazaba mundos enteros con los
vientos de tus alas. Eras, eres, seguirás siempre siendo
como una ola de gracia y de entrega a tu gente, que eran
todos tus públicos como de la familia. Eras, eres, seguirás
siempre siendo un clavel tan encendido que hasta al fuego lo
quemabas con tu condición generosa y desprendida:
Cuanto te oigo cantar
sale solo el juramento,
y no me gusta jurar.
Juro por lo más sagrado,
yo juro que la Jurado
le presta la voz al viento
que canta en el olivar.
Olivar de España, niña,
aceitunita comía de la pena, huesecito fuera de la alegría:
qué ejemplo de lucha nos diste, le diste a todos los que
tienen el cuerpo atenazado por el mismo zaratán que te
arrebujó y dicen que te ha llevado. Aunque no le eches
cuenta a la lengua de la gente, niña, tú sigues con
nosotros, tu voz de fe permanecerá en el tiempo:
Dios vino y me alevantó,
cuando el mundo me se
hundía
Dios vino y me alevantó,
y ahora le reza mi voz,
que me van a faltar días
para dar gracias a Dios.
Ay, nos han faltado días.
Ahora te evoco en esos largos conciertos de tu entrega,
guapísima. Un vestido negro, Gilda del amante, amigo en el
punto de partida, en los que en la segunda hora estabas con
mucho mayor poderío que en la primera, y que en la tercera
era ya que no se podía aguantar el arte de tu garganta y
corazón en la madrugada del relente de los pueblos de
España. Y entonces salías con tu bata de cola, roja como el
clavel, con lunares blancos como la ola, y te sentabas en
una flamenca silla de enea. En una silla de ver pasar a tu
Virgen de la Esperanza Macarena por la calle Sierpes de
Sevilla, al lado de tu Rafael de León. En una silla de
cuarto de los cabales. Con la guitarra del Niño de Pura eras
capaz de meter a compás de bulería hasta la guía de
teléfonos de Chipiona. Y por supuesto que tus propias
canciones, tu propia memoria, tu propia infancia, la
adolescencia de aquella niña de Chipiona que quería ser
artista... Aquella evocación de cine de verano, primeros
versos de amor y niñas que vuelven tarde a casa que te
escribió José Luis Perales:
Qué no daría yo por empezar
de nuevo...
Ay, niña Rocío de la luna
blanca que amaneció y te vio dormida, qué no daría yo por
empezar de nuevo y saber que tu padre por fin ha permitido
que seas artista, y que la mujer del Yoni te ha llevado al
tablao El Duende de Gitanillo de Triana, y que ya estás
allí, en el cuadro, aprendiendo a mover los brazos de la
mismísima Pastora Imperio. Qué no daría yo por volver a
conocerte ahora en el Hotel Playa de Cádiz, que esta noche,
en la plaza de San Juan de Dios, junto a la comparsa de Paco
Alba y el tanguillo que vas a bailar con ese Buda
carnavalesco que es Pepe el Sopa, vas a cantar en honor de
la reina del Carnaval, qué arte de la resistencia,
disfrazado de Fiestas Típicas, con el loco febrero mayeando
en coplas. Qué no daría yo por verte debutar en el teatro
San Fernando con el espectáculo «Pasodoble», por escucharte
las primeras canciones que te ha escrito tío Rafael de León.
Qué no daría yo, en rebujina de tiempos y de espacios, por
verte inaugurar el auditorio de la Expo del 92 que ya
llevará tu nombre, aquel que teniendo siete mil kilómetros
de largo de escenario se te quedaba corto, de cómo lo
llenabas con tu voz, con tu abanico, con tu quejío,
traspasando de luz de faro chipionero todas las candilejas
que te pusieran. Qué no daría yo por volver a la ermita de
la Yerbabuena, que vienes en un coche de caballos, blanca
piconera, a casarte con nada menos que un torero, a quien
andando el tiempo le veremos la mejor faena de su vida en
los largos meses del lucha, lucha, cuando su amor será una
entrega de hombre de cuerpo entero, de puerta grande del
amor. Que no daría yo por volver contigo a Los Ángeles de
California, cuando me grabaste «La sed del mar», y era como
si la gracia de Chipiona hubiera desembarcado en la playa
Omaha de aquellos gachós americanos, deslumbrando al bueno
de Bebu Silvetti con un anillo nuevo o un nuevo abrigo de
pieles a cada tema del disco terminado en el estudio. Qué no
daría yo por estar en la cubanidad del Knight Auditorium de
Miami, flecos de mantón en dueto con el lelere de Lola o con
el sóngoro cosongo de Olguita Guillot. Qué no daría yo por
volver a verte, tan guapa, el pelo recogido, con un clavel
grana sangrando en tu boca, en «Azabache», con Juana, con
Imperio, de las de peina y volantes, ay, qué pocas vamos
quedando. Qué no daría yo, Rocío, por verte de joven madre
con Rocío Carrasco en una toquilla en tus brazos. Qué no
daría yo por volver a escucharte «El Amor Brujo» en la plaza
de toros de Sevilla. Qué no daría yo por volver a aquellas
noches de jazmines del teatro Pemán en el Parque Genovés de
Cádiz, cuando cantabas por alegrías el verso de tu compadre
Antonio Martín:
Que yo soy gaditana
de pura cepa,
como las mojarritas
de la Caleta...
Qué no daría yo, niña Rocío de
luna blanca, caricia y poderío de tu voz. Tu voz que queda.
El no sé qué que queda balbuciendo, a compás de bulería.
Pues me ha dicho la luna que si amanece y ve que estás
dormida, tu Yemayá de moscatel, tu Virgen de Regla, hará el
milagro de que sigamos oliendo la misma flor de tu voz
muchas, muchas primaveras.
-
Artículos de días
anteriores