LOS
crisantemos nuevos, los nichos encalados, el ciprés de
silencio y el pájaro que canta, un albero regado de luto y
de mantones, los nombres conocidos en lápidas de musgo,
apellidos notables de la villa campera en grandes
panteones de ladrillo y de mármol, quizás una escultura
del ángel de la vida remata el templo griego de la entrada
a la muerte: peristilo de novios caídos en la guerra, de
muchachas hermosas que murieron del pecho, incógnitos
difuntos de los años del hambre, los párvulos que vuelan
en nubes a la gloria, ángeles del retablo, camposanto de
pueblo.
Descansan muchas cosas en
este cementerio. Descansan los recuerdos, descansa casi un
siglo que me sé de memoria. En la ciudad me llego a la
inmensa metrópolis, los cipreses marcando las grandes
avenidas, emes treintas que llenan los coches funerarios,
y recorro las calles con sus nombres de santos. Son tan
desconocidos como todos los nombres del mármol de estas
flores que ha traído noviembre. Quizá los encontraste un
día por la calle a éstos que ahora yacen, iguales,
ignorados, en la ciudad inmensa del ciprés adosado. Fueron
los trajes grises de invierno y de semáforo, peatones
oscuros que esperaban luz verde, clientes de la bulla de
enero en las rebajas, o las blancas camisas del verano en
la playa, sombrillas ya sombrías, bajamar de la vida, con
la arena mojada por lágrimas ya secas, desconocidos
muertos, ciudad de los difuntos.
Apenas un torero que mató un
toro entonces: los gitanos lo llevan en hombros a la
gloria, el bronce de un entierro que el tiempo hace más
sepia. (Dicen que las columnas de Hércules entonces
vistieron lutos negros de cante y de duquelas.) Eso apenas
conoces en la inmensa metrópolis, la ciudad de los muertos
se ha hecho inhabitable, aproximadamente igual que con los
vivos. Del panteón del rico no has visto sus haciendas, ni
la angustia del hombre que en esta tumba yace. Aunque
saque la muerte mayoría absoluta, en este cementerio no
conoces a nadie, la ciudad difumina al hombre hasta
difunto.
En cambio vas al pueblo, a
rezar por los tuyos, al pájaro que canta, al solano que
llega barruntando la lluvia, a la cal que enjalbega los
nichos comunales y es vieja conocida cada muerte en su
tumba. Recuerdas aquel año en que esta vieja dama, dueña
de medio pueblo, fue campana en la torre doblando todo el
día su misa de tres capas, y conoces los nombres de sus
fincas, su escudo coronando balcones de herrajes
dieciochescos, el salón de damascos y espejos de su casa,
el marido lejano que mataron los rojos y el niño que
jugaba contigo a la pelota, que todos proclamaban la
estampa de su padre, sin que tú por entonces supieras lo
que es póstumo. Ahora sí que lo sabes: es póstuma la vida
que recuerdan tus muertos, camposanto de pueblo. De este
viejo difunto evoco su caballo, sus cuatro mulas tordas
enganchadas al carro las tardes que volvía de aventar en
la era cosechas de costales con su hierro en la lona. Este
párvulo muerto en el año cincuenta, cuando aquella
epidemia que diezmó las escuelas, lo recuerdas, tan rubio,
con su babi azulina: su mármol es el espejo en que ahora
te miras, de milagro no fuiste compañero de banca en la
triste primaria de aprender a morirse. Y aquel tan de la
tierra, de escopeta y de perro, de tratos en la feria y
cantes en un cuarto, de coche hasta Sevilla para ver a un
torero, de la silla galápago en su jaca alazana, mil
novias imposibles suspirando en la reja y el amor
prohibido de la hija de un casero, aquí ahora contemplas:
no lleva botas altas, ni lleva ropa inglesa con sombrero
de ala ancha, pero su nombre alza su estampa de zahones,
con acoso y derribo de hembras olvidadas, quizás
enamoradas más allá de la vida.
Y bajo unos latines que
hablan de San Pedro, miro ahora este nombre: el señor cura
párroco que oficiaba novenas y confesaba escrúpulos, y
daba el panegírico de agosto a la Patrona, y enterraba
recuerdos rezando un gorigori. El mismo que resuena,
ciprés, pájaro, fuente, en este camposanto del pueblo de
noviembre en donde conocemos los nombres de la muerte.